Material copiado

Casi todo el material publicado en este blog, ha sido extraido de ANTORCHA órgano de comunicación del Partido Comunista de España (reconstituido). Otros que pertenecen a otras fuentes, son siempre bién señaladas.
Son trabajos con una estupenda elaboración y se trata de publicitarlos lo máximo posible en estos tiempos que corren.
Son imprescindibles.
No he podido pedir autorización para la publicación de los mismos, pero estoy seguro de que contaría con ella sin duda alguna.
Salud y República Popular.

jueves, 29 de marzo de 2012

John Reed (1887 - 1920) - ( y II )


Sumario:
 — En la revolución de octubre
— Fundador del Partido Comunista de Estados Unidos
— Caza de brujas contra Reed
— En el II Congreso de la Internacional Comunista
— Obras de John Reed en castellano
 Digan lo que digan sobre el bolchevismo, es indiscutible que la revolución rusa es uno de los sucesos más grandiosos de la historia de la humanidad y el alzamiento de los bolcheviques es un fenómeno de importancia universal.
(Diez días que estremecieron al mundo)

En la revolución de octubre

Las noticias de la revolución rusa llegan en este preciso momento de la vida de Reed. Superó con dificultades los problemas administrativos y confirmó los medios económicos necesarios. Estuvo en Rusia entre setiembre de 1917 y febrero de 1918 viviendo, en el sentido pleno de la palabra, en el corazón de los acontecimientos. Sin perderse ningún acto importante, hablando con todos, Reed fue anotando sus impresiones en un cuaderno y más tarde pudo escribir su obra cumbre, Diez días que estremecieron al mundo, una auténtica obra maestra de periodismo revolucionario que durante algún tiempo fue manual escolar en Rusia.
El pensamiento de Reed evolucionó con la revolución. Deslumbrado por el extraordinario espectáculo de masas, distingue entre los primeros tiempos del régimen democrático, donde tanto la situación interior del país como la capacidad combativa de su ejército mejoró indudablemente, pese a la confusión propia de una gran revolución, que había dado inesperadamente la libertad a los ciento sesenta millones que formaban el pueblo más oprimido del mundo. No obstante, la ‘luna de miel’ duró poco. Las clases poseedoras querían una revolución política, que se limitase a despojar del poder al zar y entregárselo a ellas. Querían que Rusia fuese una república constitucional como Francia o Estados Unidos, o una monarquía constitucional, como Inglaterra. En cambio, las masas populares deseaban una auténtica democracia obrera y campesina. Para los socialistas, que se atenían al esquema de la revolución en dos etapas, una primera que tenía que ser burguesa y dirigida por la burguesía liberal y otra, que tendría lugar en otra época histórica y que sería de carácter socialista, y en su intervención se preocupaban más de respetar la dirección burguesa del proceso revolucionario abierto que de las tareas democráticas. Así pronto llegaron a decir que la revolución consta de dos actos: la destrucción del viejo régimen de vida y la construcción del nuevo. El primer acto se ha prolongado bastante. Hora es de pasar al segundo y hay que efectuarlo lo más rápido posible, pues un gran revolucionario decía: ‘Apresurémonos, amigos míos, a terminar la revolución. Quien hace la revolución demasiado larga no saborea sus frutos’.
Desde el primer momento, Reed se identifica con el pueblo revolucionario y con los bolcheviques. La burguesía

sobre todo la extranjera- [no puede] comprender las ideas que mueven a las masas rusas. Resulta muy difícil decir que no tienen sentido del patriotismo, el deber, el honor; que no se someten a la disciplina ni aprecian los privilegios de la democracia; que en suma son incapaces de gobernarse. Pero en Rusia todos estos atributos del Estado demócratico burgués han sido reemplazados por una nueva ideología.
Hay patriotismo, pero es la fidelidad a la hermandad internacional de la clase trabajadora; hay deber, y por él se muere alegremente, pero es el deber hacia la causa revolucionaria; hay honor, pero es una nueva especie de honor, basada en la dignidad de la vida humana y la felicidad y no en lo que una imaginaria aristocracia de sangre y riqueza ha decretado apto para sus ‘caballeros’; hay disciplina: disciplina revolucionaria [...] y las masas rusas se muestran capaces no sólo de gobernarse, sino de inventar toda una nueva forma de civilización.
Comprobó cómo la burguesía liberal temía más a la revolución y al pueblo que a ninguna otra cosa y cómo apoyó a Kornilov, y cómo las posiciones de los socialistas moderados se basaba en el apoyo a una clase social que se oponía a las libertades democráticas. Reed contempla el proceso revolucionario como algo natural:
Si me preguntaran qué considero lo más característico de la revolución rusa, diría: la vasta sencillez de sus procesos. Como la vida rusa que describen Tolstoi y Chejov, como el curso mismo de la historia rusa, la revolución parecía dotada de la paciente inevitabilidad de la savia que asciende en primavera, de las mareas oceánicas. La revolución francesa, en sus causas y su arquitectura, siempre me ha parecido esencialmente un asunto humano, criatura del intelecto, teatral; la revolución rusa, en cambio, es como una fuerza de la naturaleza.
Refiriéndose al carácter hablador de las masas durante 1789, afirmó que aquello no era nada comprado con 1917 donde las masas hablaban por los codos. En todas partes, entre la tropa, en la calle, en los teatros, en los actos, Reed encontraba el detalle, el comentario, que reflejaban la actitud de las distintas clases sociales, de las opuestas posiciones políticas. También describió con gran vigor a los principales actores, y a los hombres y mujeres anónimos que empujaron la rueda de la historia. Magistral en su retrato de Lenin:
Eran exactamente las 8'40 cuando una atronadora ola de aclamaciones y aplausos anunció la entrada de la presidencia y de Lenin -el gran Lenín- con ella. Era un hombre bajito y fornido, de gran calva y cabeza abombada sobre robusto cuello. Ojos pequeños, nariz grande, boca ancha y noble, mentón saliente, afeitado, pero ya asomaba la barbita tan conocida en el pasado y en el futuro. Traje bastante usado, pantalones un poco largos para su talla. Nada que recordase a un ídolo de las multitudes, sencillo, amado y respetado como tal vez lo hayan sido muy pocos dirigentes en la historia. Líder que gozaba de suma popularidad -y líder merced exclusivamente a su intelecto- ajeno a toda afectación, no se dejaba llevar por la corriente, firme, inflexible, sin apasionamientos efectistas, pero con una poderosa capacidad para explicar las ideas más complicadas con las palabras más sencillas y hacer un profundo análisis de la situación concreta en el que se conjugaba la sagaz flexibilidad y la mayor audacia intelectual.
Reed tuvo ocasión de comprobar personalmente la extrema modestia de Lenin, su aversión a toda mistificación, cuando con ocasión de uno de los Congresos de la Internacional Comunista, intentó, junto con otros congresistas, levantarlo y vitorearlo; Lenin se enfadó y los obligó a declinar el empeño. En su obra, estructurada como una obra dramática, no oculta su toma de posición. Este gesto fue entendido hasta por sus críticos y adversarios, porque comprendieron que en una obra histórica como en una obra de arte -y los Diez días son ambas cosas-, la sinceridad es más importante que la falsa objetividad. No oculta tampoco su admiración por los soviets en los que distingue una forma de democracia muy superior a la que conocía en su propio país. Tampoco esconde su admiración por los bolcheviques: Los bolcheviques -dice en el prólogo de su libro- a mi modo de ver, no son una fuerza destructora, sino el único partido en Rusia que posee un programa constructivo y con suficiente poder para llevarlo a la práctica. Si en aquel momento -en Octubre-, para mí no cabe la menor duda de que ya en diciembre los ejércitos de la Alemania imperial habrían entrado en Petrogrado y Moscú, Rusia habría caído de nuevo bajo el yugo de cualquier zar. En contra de los que los tachan de aventureros, afirma que la insurrección sí, fue una aventura y por cierto una de las aventuras más sorprendentes a que se ha arriesgado la más la humanidad, una aventura que irrumpió como una tempestad en la historia al frente de las masas trabajadoras y lo puso todo a una cara en aras de la satisfacción de sus inmediatas y grandes aspiraciones.
Para la edición norteamericana de la obra, Lenin escribió en 1919 el siguiente prólogo:
Después de leer con vivísimo interés y profunda atención el libro de John Reed Diez días que estremecieron al mundo, recomiendo esta obra con toda el alma a los obreros de todos los países. Yo quisiera ver este libro difundido en millones de ejemplares y traducido a todos los idiomas, pues ofrece una exposición veraz y escrita con extraordinaria viveza de acontecimientos de gran importancia para comprender lo que es la revolución proletaria, lo que es la dictadura del proletariado. Estas cuestiones son ampliamente discutidas en la actualidad, pero antes de aceptar o rechazar estas ideas es preciso comprender toda la trascendencia de la decisión que se toma. El libro de John Reed ayudará sin duda a esclarecer esta cuestión, que es el problema fundamental del movimiento obrero mundial.
Tras la muerte de Reed, Nadia Krupskaia, la mujer de Lenin, escribió el siguiente prólogo para la edición rusa:
‘Diez días que estremecieron al mundo’, así tituló John Reed su magnífico libro. En él se describen con extraordinaria brillantez y vigor los primeros días de la Revolución de Octubre. No es una simple relación de hechos ni una recopilación de documentos: es una serie de escenas vivas, tan típicas que cada uno de los participantes de la revolución recordará escenas análogas de las cuales fue testigo. Todos estos cuadros, tomados de la vida, transmiten mejor que nada el estado de ánimo de las masas, estado de ánimo sobre el fondo del cual se comprende mejor cada acto de la Gran Revolución. Parece raro a primera vista cómo pudo escribir este libro un extranjero un norteamericano que no conocía la lengua del pueblo ni sus costumbres [...] Aparentemente debería incurrir a cada paso en cómicos errores. deberían pasársele muchas cosas esenciales.
Los extranjeros escriben de otra manera acerca de la Rusia Soviética. O no comprenden en absoluto los acontecimientos consumados o toman hechos aislados, no siempre típicos, y los generalizan.
Cierto, fueron poquísimos los testigos de la revolución. John Reed no fue un observador indiferente, era un apasionado revolucionario, un comunista que comprendía el sentido de los acontecimientos, el sentido de la gran lucha. Esta comprensión le dio la perspicacia sin la cual no se habría podido escribir un libro así.
Los rusos también escriben de otro modo acerca de la Revolución de Octubre: la enjuician o describen los episodios en que han tomado parte. El libro de Reed ofrece un cuadro general de una auténtica revolución de las masas populares y por eso tendrá gran importancia, particularmente para la juventud, para las futuras generaciones, para aquellos que considerarán la Revolución de Octubre va como historia. El libro de Reed es, en cierto modo, una epopeya.
Algunos de los momentos culminantes de la revolución quedaron inmortalizados en su obra, como la votación a favor de la paz que consiguió, tras un tenso debate, la unanimidad. Reed escribe:
Un impulso inesperado y espontáneo nos levantó a todos de pie y nuestra unanimidad se tradujo en los acordes armoniosos y emocionantes de La Internacional. Un soldado viejo y canoso lloraba como un niño. Alejandra Kolontai se limpió a hurtadillas una lágrima. El potente himno inundó la sala, atravesó ventanas y puertas y voló al cielo sereno. ¡Es el fin de la guerra! ¡Es el fin de la guerra! decía sonriendo alegremente mi vecino, un joven obrero. Cuando terminamos de cantar La Internacional y guardábamos un embarazoso silencio, una voz gritó desde las filas traseras: ‘¡Compañeros! ¡Recordemos a los que cayeron por la libertad!’ Y entonamos la Marcha Fúnebre, lenta y melancólica que es también un canto triunfal, profundamente ruso y conmovedor. Porque La Internacional, al fin y al cabo, es un himno creado en otro país. La Marcha Fúnebre ponía al desnudo todo el alma de las masas oprimidas, cuyos delegados estaban reunidos en aquella sala, construyendo con sus vagas visiones la nueva Rusia y tal vez algo más grande.
El internacionalismo era algo que formaba parte inseparable de la revolución rusa. Había que construir el socialismo en un país atrasado, de mayoría campesina y destrozado por la guerra, cercado internacionalmente. De ahí que, cuando todavía no había concluido totalmente la guerra civil, los bolcheviques pusieron en marcha su idea la III Internacional, idea que habían alimentado junto con otros internacionalistas desde 1914. Uno de los primeros delegados naturales de esta idea fue John Reed. Como la embajada norteamericana le ponía toda clase de inconvenientes para volver a su país, fue nombrado cónsul de la República Rusa en Nueva York, pero no fue necesario. Pudo llegar -tras ser detenido en Cristiana- a Manhattan el 28 de abril de 1918. Desde entonces puso todo su empeño en contrarrestar la campaña antibolchevique. La gran prensa y los grandes intereses, hablaban de todo lo que suele hablar la reacción cuando se trata de acontecimientos revolucionarios: les atribuye falsamente todos los crímenes que el terror blanco suele cometer, asesinatos en masa, violaciones, destrucción de ciudades...

Fundador del Partido Comunista de Estados Unidos

Reed volvió a multiplicar sus actividades, escribiendo artículos y hablando en conferencias. En octubre de 1918 escribe varios de sus mejores artículos en El Libertador, una revista nortemericana de carácter revolucionario, fundó y dirigió La voz del trabajo, y participó también en las redacciones de La edad revolucionaria y El comunista. Por aquel entonces visitó a Gene Debs, el noble dirigente del movimiento obrero norteamericano. Éste se encontraba ya bastante viejo, pero le expresó a Reed todo su apoyo a la revolución. La antorcha había cambiado de manos. Reed había pasado a ser un dirigente revolucionario, y se convirtió en uno de los objetivos de la policía. La represión que se abatió contra los progresistas y los wobblies fueron otra vez severamente juzgados, y hasta el viejo Debs volvió a ser condenado a diez años de prisión por sus declaraciones internacionalistas. La burguesía comenzó a temer una tentativa revolucionaría, sobre todo cuando tras la guerra, Europa conoció grandes jornadas revolucionarias; en Estados Unidos tuvo lugar la primera huelga general de su historia y llegaron a aparecer tentativas soviéticas en Portland.
Al igual que ocurrió en otros sitios, en Estados Unidos el comunismo nació dividido en dos partidos porque, aunque hasta aquel momento Reed había sido hostil hacia el partido socialista, al que consideraba reformista, se volvió hacia él, tratando de cambiarlo desde dentro. El partido había ganado un fuerte apoyo electoral como consecuencia del agitado período y por las esperanzas suscitadas por la revolución rusa. Sin embargo, Reed criticó a la fracción procomunista que prescindió de dar la batalla en el interior de la socialdemocracia, por lo que pronto se convirtió en la principal figura del ala izquierda de ésta, donde trabajó por convertir al Partido Soscialista en la vanguardia de la clase trabajadora.
Abogó por una nueva formación política ligada a la Internacional Comunista, producto de la unión entre los mejores socialistas y los wobblies. Explicó cómo los bolcheviques, que eran una secta a principios de 1917 habían logrado protagonizar y culminar un proceso revolucionario.
Sin embargo, Reed no pudo triunfar porque era imposible cambiar al viejo partido desde dentro. Dos factores de gran importancia lo impidieron: el primero fue la descomunal represión que destrozó federaciones enteras de un partido que no estaba acostumbrado a soportar tamañas embestidas, y el segundo fue el propio aparato del partido, la fracción reaccionaria que no titubeó en desmontar federaciones enteras, en expulsar a dirigentes significativos para conseguir una mayoría que de otra manera no hubiera conseguido.
En desacuerdo con los primeros fundadores, Reed proclamó el Partido Comunista Obrero, que se desarrolló en solitario y que trató de aplicar las líneas maestras del bolchevismo a la psicología de la clase obrera norteamericana. Más tarde, gracias a la Internacional Comunista, los dos partidos se unificaron en uno solo.

Caza de brujas contra Reed

Cuando una comisión del Senado se dedicó a hacer un informe contra el bolchevismo basándose en las más absurdas patrañas, Reed y Louise Bryant, que había estado con él en Rusia y que escribió otro libro sobre el tema, Seis meses en la Rusia roja, se aprestaron voluntariamente a declarar. El clima creado por los senadores era tal que Louise explotó y les dijo: Parece que me están juzgando por brujería. Reed compareció la tarde siguiente, en medio de una tempestad periodística de calumnias, falsedades e intoxicaciones, por lo demás característica de la prensa estadounidense desde entonces. La democracia burguesa, declaró ante el Senado, no es más que una democracia superficial donde el verdadero poder está en manos de los grandes intereses que manipulan a su antojo la vida electoral, y llamó a los trabajadores a abandonar sus ilusiones en un sistema que los explotaba. La misión de los comunistas era demostrar que la democracia política es una farsa. Sabiendo lo duro que significaba para sus compatriotas el término dictadura del proletariado, habló de los terribles dolores de parto que traería al mundo la comunidad socialista.
En todos sus escritos políticos Reed mostró una especial sensibilidad por el arte y por el papel de los artistas en la revolución. Creía que en la nueva sociedad, los artistas pasarían a ser honrados y apoyados y los productos de su genio serían propiedad de todo el mundo. Cuando volvió a Rusia, una de las cosas que más le impresionó fue el extraordinario desarrollo de la actividad cultural y artística en un país asolado por los desastres.

En el II Congreso de la Internacional Comunista

A finales de 1919 volvió de nuevo a Rusia y encontró que las condiciones se habían endurecido extremadamente: entre 1919 y 1920 murieron cerca de nueve millones de personas por la guerra civil y el cerco imperialista. Se entrevistó con Lenin y conoció a Maiakovski. Pero sobre todo viajó por el país con credenciales del Partido bolchevique en las condiciones más arriesgadas y difíciles, entrevistando a campesinos y mineros, compartiendo el frío, el hambre y la miseria de la población, enfundado en su largo abrigo y gorro de piel. Ninguno de los extranjeros que llegaron a Rusia en esos primeros años vió y conoció tanto sobre las condiciones de vida del pueblo durante ese verano y primavera de 1920. Sensible a toda forma de iniquidad e injusticia, regresaban de sus viajes con relatos que partían el alma del oyente.
Con los obreros y campesinos hablaba como representante del comunismo de su país y fue nombrado miembro del Comité Ejecutivo de la III Internacional.
Cuando intentaba retornar a Estados Unidos fue detenido en Helsinki con un minúsculo cargamento de diamantes con los que la Internacional quería ayudar al incipiente comunismo americano. Detenido y confinado en una lóbrega mazmorra, Reed cayó gravemente enfermo. Sus eternos enemigos, los funcionarios de las embajadas americanas que ya le habían puesto obstáculos en otros viajes suyos, hicieron todo lo posible para evitar que pudiera regresar a su tierra. Tuvo que volver a Rusia donde participó activamente en el II Congreso de la Internacional Comunista como delegado norteamericano.
Al Congreso aportó Reed una tesis sobre la opresión racial de los negros, que suponía uno de los primeros textos marxistas sobre la cuestión. Cuando se trató la cuestión sindical y la mayoría argumentó a favor de trabajar en el seno de los sindicatos reformistas en contra de la minoría que era o bien antisindicalista o bien defendían la creación de sindicatos revolucionarios independientes, Reed se sintió afectado exclusivamente en lo que se refería al trabajo en el seno de la AFL. Desde siempre había admirado a la IWW y despreciado el sindicalismo ultrarreformista de la AFL. Su polémica al respecto con Radek y Zinoviev fue agria y desagradable, pero finalmente aceptó el criterio mayoritario.
También intervino en el Congreso de los Pueblos Oprimidos en Bakú, donde asistieron un importante grupo de nacionalistas de países colonizados. Disconforme con la posición demagógica de Zinoviev que trató de diluir las diferencias políticas existentes, Reed habló sobre lo que significaba Estados Unidos dentro de la cadena imperialista y del papel que tendrían que jugar los comunistas desde dentro de las entrañas del monstruo.
Cuando Louise lo encuentra al regresar de Bakú en el mes de setiembre, era ya un moribundo. Los médicos diagnosticaron una fuerte gripe, pero después no dudaron que se trataba de tifus. El día 17 de setiembre, con sólo 32 años, falleció y el 23 fue enterrado en medio de grandes honores. Dirigentes bolcheviques como Nicolás Bujarin y Alejandra Kolontai pronunciaron sendos discursos en su honor. Fue enterrado en las murallas del Kremlin como un héroe de la revolución de octubre, porque como escribió Nadia Krupskaia en el prólogo a la traducción rusa de Diez días que estremecieron al mundo:
John Reed se unió por entero a la revolución rusa. Amaba y quería a la Rusia Soviética. En ella sucumbió del tifus y está sepultado al pie de la Muralla Roja. Quien describió el sepelio de los caldos de la revolución, como lo hizo John Reed, es digno de este honor.
La imagen de Reed, un personaje de la cultura y la política norteamericana identificado con la revolución rusa, ha sido una espina clavada en el corazón del imperialismo norteamericano. Fue uno de los grandes comunistas de su tiempo, una de las cumbres del periodismo revolucionario, y como tal, su nombre puede inscribirse entre aquellos que lucharon por el comunismo con toda su gigantesca alma, hasta el final de sus días.

Obras de John Reed en castellano:

— El libro Diez días que estremecieron al mundo fue reeditado en 2001 por Ediciones Hiru de San Sebastián, pero también se puede obtener en la Editorial Porrúa de México, en la Editorial Akal de Madrid y en la Editorial Txalaparta, 2005
México insurgente, Sarpe, Madrid, 1985; pero también se puede obtener en la Editorial Ariel, Madrid, 1971, en la Editorial Txalaparta, 2005, y en México en la Editorial Porrúa y en Ediciones de Cultura Popular, 1974
Relatos de John Reed, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1978
La guerra en europa oriental, Ediciones Curso, Barcelona, 1998 y Editorial Txalaparta, 2005
Estampas revolucionarias, Editorial Hacer, Barcelona, 1982
Hija de la revolución y otras narraciones, Fondo de Cultura Económica, México 1972 y Editorial Txalaparta, 2005
Hija de la revolución, Ediciones Hoy, 1931 y Editorial Txalaparta, 2005
— Robert A. Rosentone: John Reed. Un revolucionario romántico, Era, México, 1979.

martes, 27 de marzo de 2012

John Reed (1887 - 1920) ( I )

Sumario:
— Un joven inquieto
— Viaje por Europa
— Cabalgando con Pancho Villa
— Corresponsal en la guerra imperialista
— En la revolución de octubre
— Fundador del Partido Comunista de Estados Unidos
— Caza de brujas contra Reed
— En el II Congreso de la Internacional Comunista
— Obras de John Reed en castellano

 Digan lo que digan sobre el bolchevismo, es indiscutible que la revolución rusa es uno de los sucesos más grandiosos de la historia de la humanidad y el alzamiento de los bolcheviques es un fenómeno de importancia universal.
(Diez días que estremecieron al mundo)

Un joven inquieto

John Silas Reed nació el 22 de octubre 1887 en Portland, en el estado norteamericano de Oregón, en la costa del Pacífico. Su familia pertenecía a la alta burguesía pero en ella todavía sobrevivía el espíritu emprendedor y democrático de la América del siglo XVIII y mitad del XIX. Su abuelo fue un pionero lleno de personalidad, uno de sus tíos fue un marino aventurero que siempre volvía a casa contando historias que parecían sacadas de las narraciones de Jack London. Su padre fue todo un personaje. Hombre culto e inteligente, se dedicó (cuando John era muy joven) a una lucha sin cuartel contra la corrupción y el caciquismo en el Estado. De su mano Reed supo lo que representaba la minoría dominante, el poder de los monopolios, las maniobras de los aparatos políticos, y el servilismo de la justicia y la prensa. Su madre era, por el contrario, conservadora y durante toda su vida intentó frenar la evolución moral y política de su hijo.
Niño tímido y mimado, estudió primeramente en Morristown, un colegio de élite y más tarde en la Universidad de Harvard, donde jamás aprendió las reglas del juego. Era un estudiante que quería ser diferente y lo fue. Desde antes de llegar a Harvard sintió repulsión por los métodos de la enseñanza tradicional, y se rebeló contra las normas de la casa hasta que conoció a Charles Towsend Coppeland, alias Gopey, un profesor nada convencional y con él vivió una rica experiencia de comunicación, debates y aprendizaje.
Aunque fue un notable deportista -jugó en el equipo de rugby-, Reed destacó sobre todo como animador de las revistas que se publicaron en la Universidad, causando más de un dolor de cabeza a los rectores con su periódico satírico El Burlón, en el que mostraba un estilo ingenioso y brillante, por lo que recibió numerosas proposiciones para escribir en grandes diarios y revistas ilustradas. En aquella época empezó a escribir un buen número de poemas, y narraciones que rara vez quedaron terminadas. Poseedor de talento, todo hacía creer que estaba destinado a ser gran poeta y cuentista mundial. Su pujante e irrefrenable temperamento, sin embargo, lo llevó a experimentar directamente la vida. Se empapó vehementemente el espíritu radical que atravesó la vida universitaria, conociendo ampliamente los ideales liberales, anarquistas y socialistas que proliferaban entre los estudiantes.

Viaje por Europa

Una vez licenciado en Harvard, con título universitario, en 1910, emprendió un largo viaje por Europa pasando por Inglaterra, Francia -donde frecuentó los medios artísticos- y España. En España apreció la sencillez y la amabilidad de la gente y se sintió fascinado por el contraste que ofrecían las glorias del pasado con la miseria del presente. Visitó San Sebastián, Burgos (de donde escribió: la poderosa historia de aquel sitio me avasalló como un torrente. Entre la tenue luz, la sombra del castillo, el monte gris a cuyo pie nació el Cid, se recortaba contra el Este. Uno podía imaginarse una espléndida partida de caballeros descendiendo en sus monturas por las calles retorcidas para ir a expulsar al moro de Toledo), Valladolid, Salamanca, (donde recordó a Lope de Vega, Calderón y Cervantes), Toledo y Madrid, que le causó una gran desilusión.
Volvió a París, el sitio más maravillosamente hermoso y sensual que puedas imaginarte, escribió a un amigo. En Francia conoció a Madeleine, la imagen exacta de una hermosa gitana con la que se prometió en matrimonio y en la que pensaba fielmente cuando volvió a Norteamérica con el propósito de ganar un millón de dólares y casarse. O sea lo contrario de lo que hizo.
En 1912, tras su vuelta de Europa, se trasladó a Nueva York, instalándose en Greenwich Village, donde frecuenta y se convierte en uno de los protagonistas del ambiente bohemio y progresista:
En Nueva York, escribió, por vez primera, amé, y escribí de las cosas que veía con un fiero gozo de creación; y me supe al fin capaz de escribir. Allí tuve mis primeras percepciones de la vida de mi tiempo. La ciudad y su gente eran para mí un libro abierto, todo tenía su historia, dramática, llena de tragedia irónica y de humorismo terrible. Allí pude ver por vez primera que la realidad trascendía todas las magníficas invenciones poéticas del melindre y el medievalismo. No me sentía bien ni contento cuando me ausentaba mucho tiempo de Nueva York.
Allí se incorpora al personal editor de la revista The Masses, el principal órgano de expresión de los intelectuales progresistas norteamericanos. El propósito confeso de The Masses era
social: atacar eternamente viejos sistemas, viejas morales, viejos prejuicios toda la carga de ideas desgastadas que los difuntos nos han impuesto e instaurar muchos nuevos a cambio. Así, desde la acera común, nos proponemos embestir a los espectros, con florete más que con hacha, con franqueza más que con indirectas. Nos proponemos ser arrogantes, impertinentes, de mal gusto, pero no vulgares.
En vez de atarnos a cualquier credo o teoría de reforma social, daremos expresión a todos, siempre y cuando sean radicales [...] Los poemas, relatos y dibujos que la prensa capitalista rechaza por su excelencia, hallarán la bienvenida en esta revista [...] Sensible a todo nuevo viento que sople, jamás rígida en una sola [...] fase de la vida: tal es nuestro ideal para The Masses. Y si cambiamos de parecer, bueno, ¿por qué no habríamos de hacerlo?.
En este momento único de la contracultura norteamericana, Reed trabaja entro otros, con Max Eastman (el director de la revista), Eloy Delí, Theodore Dreisser -el autor de Una tragedia americana-, Van Wyck Brooks, Walter Lippmann -que acabó siendo una de las más ilustres plumas del sistema-, Upton Sinclair y Eugene O'Neill. En el ambiente intelectual progresista de Greenwich Village, Reed conoce y establece una prolongada relación amorosa con Mabel Dodge. También descubre que más que poeta y escritor puede ser el gran cronista de importantes acontecimientos históricos y sociales y entra en relación con las ideas políticas más progresistas, con Eugene Debs, Bill Haywood, Carlos Tresca, Emma Goldman y Alejandro Berkman. Pero las ideas por sí solas -escribió para un bosquejo autobiográfico que no pudo concluir- no significaban gran cosa para mí. Yo tenía que ver. En mi vagabundear por la ciudad no podía sino advertir la fealdad de la pobreza y toda su causa de males, la cruel desigualdad entre los ricos que tenían demasiados automóviles y los pobres que no tenían suficiente para comer. No fueron los libros los que me enseñaron que los obreros producían toda la riqueza del mundo, la cual iba a manos de quienes no la ganaban.
Su toma de conciencia resulta ciertamente de la experiencia directa, pero su sensibilidad y sus lecturas le predispusieron para ello. La época ayudaba también. Los sindicalistas revolucionarios norteamericanos, los llamados wobblies de la IWW (Industrial Worker of the World), la organización revolucionaria mas implantada de la historia de los Estados Unidos, eran hombres tan fascinantes como Big Bill Haywood -sobre el que Reed intentó escribir un libro y que, curiosamente, también murió en Moscú donde se refugió al ser perseguido en su país- enemigos de la colaboración de clases.
Los wobblies habían protagonizado luchas muy duras en todos los centros industriales de los Estados Unidos, y en febrero de 1913 encabezaron la huelga de la región de Patterson, Nueva Jersey. Allí se trasladó Reed junto con algunos de sus amigos para apoyar al proletariado. En la gran huelga textil de Paterson, Nueva Jersey, trabajó con Haywood, Tresca, Elizabeth Gurley Flynn y otros sindicalistas de la IWW.
Su testimonio muestra que dominaba ya las mejores cualidades del periodismo revolucionario: simplicidad, belleza, emoción, profundidad. El comienzo de su crónica es ejemplar:
Hay una guerra en Patterson, Nueva Jersey. Pero es un curioso tipo de guerra. Toda la violencia es obra de un bando: los dueños de las fábricas. Su servidumbre, la policía, golpea a los hombres y mujeres que no ofrecen resistencia y atropella a multitudes respetuosas de la ley. Sus mercenarios a sueldo, los detectives armados, tirotean y matan apersonas inocentes. Sus periódicos, el Paterson Press y el Paterson Cali, incitan al crimen publicando incendiarios llamados a la violencia masiva contra los líderes de la huelga. Su herramienta, el juez Carrol, impone pesadas sentencias a los pacifistas obreros capturados por la red policiaca. Controlan de modo absoluto la policía, la prensa, los juzgados. Se les enfrentan cerca de veinticinco mil trabajadores de la seda, de los cuales quizá diez mil participan activamente. Su arma es el piquete de huelga. Déjenme contarles lo que vi en Paterson y entonces podrán decir ustedes cuál de los sectores en lucha es ‘anarquista’ y contrario a los ideales norteamericanos.
Detenido y condenado sumariamente por desafiar a un policía, sintió la injusticia hasta en el trato que recibió, porque él como intelectual, fue tratado con guante blanco por los mismos que asesinaban a los trabajadores. Entusiasmo con aquella batalla de la lucha de clases, Reed criticó a los reformistas, ajenos a la lucha, una lucha que ganó las simpatías de la bohemia de Greenwich Village lo que permitió una efímera, pero luminosa conexión entre el arte y el proletariado militante.
Pensando en aquellos obreros ennoblecidos por algo más grande que ellos mismos, Reed sugirió la posibilidad de montar un gran espectáculo teatral que serviría para hacer propaganda cara a la resistencia, para conseguir fondos económicos. Cuatro meses más tarde la función tuvo lugar gracias al apoyo de diversos sindicatos. El espectáculo que fue un éxito para la propaganda, pero no para conseguir fondos, lo describe así Robert Rosenstone:
Los actores representaban vívidamente sucesos en los que habían participado: los piquetes masivos, la llegada de la policía, las brutales peleas entre gendarmes y huelguistas, los tiros a la multitud que habían matado a un obrero, la procesión fúnebre y el entierro [...] del desfile del primero de mayo con banderas al vuelo y estruendo de bandas y la reunión final en la que unánimemente juraban nunca regresar al trabajo mientras no se satisficiera la exigencia de una jornada de ocho horas [...] El público, en gran parte de trabajadores neoyorquinos más unos cuantos bohemios y simpatizantes de clase media, se levantó a unir sus voces al primer canto de ‘La Internacional’ [...] Salvada la sutil distancia entre actor y espectador, la multitud era una con los huelguistas: abucheaba a la policía, rugía al unísono canciones revolucionarias, responda a las palabras de Tresca, Haywood Flynn [...] hasta los solemnes momentos del funeral, presenciado en actitud estática mientras las lágrimas corrían por muchas mejillas.

Cabalgando con Pancho Villa

Convertido ya en un personaje bastante conocido (Aunque apenas se halla a medio camino entre los veinte y los treinta años, y hace sólo cinco que salió de Harvard -escribió Walter Lippmann- John Reed tiene ya una leyenda), Reed sintió una gran atracción por la revolución mexicana, en cuya vorágine pensaba forjar su personalidad como individuo y artista. Olvidó los miedos, abandonó a Mabel Dodge y consiguió contratos con el diario Metropolitan y más tarde con el World; también tenía que escribir para The Masses y otras revistas progresistas. Cruzó Río Grande, viajó hasta al cuartel del general Urbina en Durango y no tardó en encontrarse en el campo de batalla. A lo largo de un año y medio, consiguió ganarse la confianza de los revolucionarios y terminó involucrándose activamente en la guerra revolucionaria.
La primera ciudad mexicana que visitó fue Ojinaga que había sido tomada y recuperada cinco veces. Apenas si algunas casas tenían techo, y todas las paredes mostraban hendiduras de bala de cañón. En aquellas habitaciones vacías, estrechas, vivían los soldados, sus mujeres, sus caballos, gallinas y cerdos robados en la campiña circunvecina, los fusiles, hacinados en los rincones, las monturas, apiladas entre el polvo, los soldados, harapientos, escasamente algunos poseían un uniforme completo. Desde allí envió una nota al general Mercado que resultó interceptada por el general Orozco, rival del anterior que le escribe: Estimado y honorable señor. Si usted pone un pie en Ojinaga, lo colocaré ante el paredón y con mi propia mano tendré el gran placer de hacerle algunos agujeros por la espalda. Fue la primera vez pero no la ultima que corrió graves peligros. Poco tiempo después se encontró con Pancho Villa que apareció a la cabeza de sus tropas en un amanecer del desierto. Los federales resistieron durante un tiempo razonable -justamente dos horas- o, para ser minucioso, hasta que Villa con su batería y galopando junto a las bocas de los cañones, persiguió al enemigo hasta hacerlo cruzar el río en una huida.
Con los apuntes tomados sobre el terreno escribió Reed otro de sus libros memorables: México insurgente, obra en la que combina un estilo literario preciso, objetivo, fiel a la verdad, como es propio del periodismo, con una extraordinaria calidad formal y gran cuidado por los detalles y las descripciones, tanto del paisaje como de los grandes personajes revolucionarios mexicanos.
Esta es la descripción que pone en boca de Pancho Villa del papel imperialista desempeñado por los españoles en México en contra de la revolución:
Nosotros los mexicanos hemos tenido trescientos años de experiencia con los españoles. No han cambiado en carácter desde los conquistadores. No les pedimos que mezclaran su sangre con la nuestra. Los hemos arrojado dos veces de México y permitido volver con los mismos derechos que los mexicanos; y han usado esos derechos para robarnos nuestra tierra, para hacer esclavo al pueblo y para tomar las armas contra la libertad. Apoyaron a Porfirio Díaz. Fueron perniciosamente activos en política. Fueron los españoles los que fraguaron el complot para llevar a Huerta al Palacio Nacional. Cuando Madero fue asesinado, los españoles celebraron banquetes jubilosos en todos los Estados de la República. Considero que somos muy generosos [con los españoles].
Reed no contempla la guerra y la revolución solamente a través de las batallas y la política, la reconstruye a través de un extenso campo de detalles que nos permiten ver más allá de lo que habitualmente nos enseñan los libros de historia o las películas. Describe, entre otras cosas, el país del general Urbina del que oye contar cosas como ésta: Es bueno para los asuntos del campo, que es tanto como decir que es un bandido y asaltante con mucho éxito [...] Hace pocos años era un peón igual que nosotros; ahora es un general y un hombre rico. En otra ocasión escucha las lamentaciones de un viejo campesino que ha perdido sus reses con las requisiciones de que no se haya enriquecido a pesar de ser un alto mando, pero al mismo tiempo, se siente orgulloso con su rectitud. De otro campesino explica: No olvidaré muy pronto el cuerpo famélico y los pies descalzos de un viejo con cara de santo que habló pausadamente así: ‘La revolución es buena. Cuando concluya no tendremos hambre, nunca, nunca si Dios es servido. Pero es larga y no tenemos alimentos que comer y ropas que ponernos. Porque el amo se ha ido lejos de la hacienda; no tenemos herramientas ni animales para trabajar y los soldados se llevan todo nuestro maíz y nuestro ganado’. La esclavitud que el pofirismo y después el huertismo impone a los peones o pelados queda perfectamente manifiesta en sus trabajos. Pasa por una zona pacífica en la que sus habitantes no participan en el esfuerzo revolucionario. A su pregunta, ¿por qué no pelean los pacíficos? la respuesta es: Ellos no lo necesitan ahora. No tienen ni rifles ni caballos como nosotros. Están ganando, ¿y quién alimentará a las tropas si nosotros no sembramos? No señor. Pero si la revolución pierde, entonces no habrá más pacíficos. Nos levantaremos con nuestros cuchillos y nuestros látigos. Un médico, dedicado de pleno a sus menesteres le explica:
Esta revolución, recuérdelo, es una lucha del pobre contra el rico -reflexionó un momento y comenzó a desvestirse. Mirando su mugrienta camiseta, el doctor me hizo el honor de expresar la única frase que sabía en inglés: ‘Tengo muchos piojos’.
La revolución mexicana fue, al mismo tiempo, una revolución democrática constitucional que encarna el liberal Francisco Madero, y una revolución social agraria contra los latifundistas que representan, cada uno a su manera, Pancho Villa y Emiliano Zapata. Es también una revolución anticlerical A pesar de las consabidas excepciones, los curas toman partido por los señores. Reed asiste a una comida donde las palabras reaccionarias de un clérigo hace decir a uno de los viandantes: ¡La revolución tendrá que ajustar cuenta con los curas! Villa y Zapata los odian, confiscan sus bienes, propugnan la separación de la Iglesia y el Estado.
En 1916, la prensa norteamericana acusó a Villa de una serie de crímenes detrás de los cuales Reed y sus amigos vieron la mano del gran capital norteamericano que poseía grandes intereses en México. Reed ya famoso por su libro México insurgente volvió a defender de nuevo la revolución mexicana y confió a sus amigos que estaba dispuesto a reunirse con sus viejos camaradas en contra del ejército estadounidense.
En 1970 Paul Leduc rodó México insurgente en 16 mm. ampliada a 35 mm. que está considerada como una de las 25 mejores películas del cine mexicano.

Corresponsal en la guerra imperialista

Al iniciarse en 1914 la guerra imperialista en Europa fue enviado allá y visitó el frente en compañía del dibujante Boardman Robinson. Los dos estuvieron en los Balcanes y en Rusia, donde escribió La guerra en la Europa oriental (1916), ilustrada por Robinson. Durante la guerra Reed volvió a demostrar la unión entre sus ideas revolucionarias y su capacidad de cronista. Su definición de lo que significa esta guerra es bastante contundente:

[Este] es un período de profunda desilusión, de amargo despecho, para quienes creímos que las naciones estaban llegando a la edad adulta, y que algún día los Estados Unidos del Mundo permitirían el florecimiento de algunas ideas maravillosas para la reconstrucción de la sociedad humana, en que la tierra sería prolífica como un campo de primavera. Y he aquí a las naciones lanzadas una a la garganta de la otra. Como perros y con tan poca razón. Estos caballeros militares nos presentan el sublime espectáculo de cada nación de Europa armada para defenderse contra todas las demás, de pánicos mutuos, malentendidos, espionaje y amenazas; y el arte, la industria, el comercio, la libertad individual, la vida misma, pagando impuestos para mantener monstruosas máquinas de muerte [...] En verdad, este militarismo es algo mucho más fuerte de lo que nunca imaginábamos. Ya no es una expresión del impulso humano primario de combate; es una ciencia, y los ejércitos de conscriptos europeos han impregnado de ella cada hogar. Es lo único que el hombre de la calle no pone en tela de juicio. La tácita aceptación de la necesidad de tremendos armamentos por parte de la burguesía europea, evasora de impuestos, hace del militarismo el hecho culminante de nuestro tiempo. Esta guerra parece ser la expresión suprema de la civilización europea.
De nuevo se lanzó al teatro de los acontecimientos para contar unos hechos sobre los cuales ya había tomado partido. Su desprecio contra ese fiero sentimiento irracional llamado patriotismo, no le impidió comprender que este sentimiento había impregnado, al menos en un primer estadio, el corazón de las masas y había emborrachado hasta a la socialdemocracia. En nombre de la patria y de la democracia, muchos de los escritores y artistas de su tiempo, muchos de sus amigos se enfangaron en esa vasta ciénaga de sentimiento bélico, de venganza, despecho, patriotismo en que se había convertido la civilización occidental. Salvo una minoría que representaron hombres como el internacionalista alemán Carlos Liebknecht -que Reed entrevistó en la clandestinidad- y el pacifista inglés Bertrand Rusell al que apoyó con estusiasmo-, el resto se había dejado llevar por un deseo que mataba todo lo bueno del hombre, su intelecto, sus sueños de amor y libertad, el arte y la literatura, y habían dejado paso a la barbarie. Como periodista viajó por Europa y conoció directamente los horrores de la guerra. En Europa Oriental estuvo bastante tiempo y tuvo ocasión de relacionarse estrechamente con los rumanos, los servios y los rusos. Vio en ellos ciertos rasgos de sencillez y humanidad que había encontrado en los mexicanos, pero mientras estos últimos estaban imbuidos por sentimientos revolucionarios, los pueblos europeos se mostraban atraídos por los ideales reaccionarios que alimentaban la guerra. En Rusia estuvo de detenido durante dos semanas y fue seguido benévolamente por la Ojrana, la policía zarista. Se sintió fascinado por este gran país donde intuyó un fuego poderoso y destructor que opera en sus entrañas y se apercibió de que los revolucionarios rusos no eran diletantes sino auténticos profesionales.
Cuando el 2 de abril de 1917, el congreso votó a petición del pacifista Wilson a favor de la entrada de Estados Unidos en la guerra, acabó toda una época, lo mismo que había acabado en Europa. En nombre de los valores americanos se persiguió con saña a los progresistas. Los que habían apoyado aires renovadores como el de Rooselvelt -que por cierto, expresó personalmente su deseo de fusilar a Reed-, se convirtieron al patrioterismo. Los internacionalistas, los sindicalistas de la IWW, los intelectuales progresistas de The Masses fueron calumniados, perseguidos, multados, sus oficinas asaltadas, sus periódicos prohibidos y no pocos de ellos asesinados, linchados a la vieja usanza.
Muy joven John Reed había alcanzado la cumbre del del periodismo en los Estados Unidos. Se le reconocía como el mejor corresponsal de guerra, en el momento en que principiaba la lucha en Europa. Todos se lo disputaban, lo querían atraer por su nombre, por la calidad de sus relatos.
Pero no era ese su camino. De vuelta de Europa, se convirtió en uno de los dirigentes internacionalistas y escribió una y otra vez contra la guerra donde le dejaron publicar. Dijo con ironía que una regla segura de seguir es que hoy en día, cuando oigas a la gente hablar de ‘patriotismo’, no quites la mano de tu reloj. Pero más seriamente apuntó sobre los beneficiarios de la guerra, contra los grandes capitalistas y las grandes compañías, señalando nombres y apellidos de los manipuladores camuflados detrás de las asociaciones patrioteras. Explicó a los obreros que harían bien en darse cuenta de que su enemigo no es Alemania, ni Japón; su enemigo es ese 2 por ciento de Estados Unidos que posee el 60 por ciento de la riqueza nacional, esa banda de ‘patriotas’ sin escrúpulos que ya le han robado cuanto tenía y ahora planean hacerlo soldado para que les defienda el botín. Nosotros abogamos por que el trabajador prepare su defensa contra dicho enemigo. Esta es nuestra preparación.
Conoció entonces a Louise Bryant. El impacto que le causó se refleja en esta emocionada nota escrita pocos días después de su primer contacto: La presente va para decir, en lo principal, que me he enamorado de nuevo, y que creo haber hallado por fin a la mujer de mi vida. Ninguna certeza al respecto, desde luego. Ella no quiere. Es dos años menor que yo, indómita y recta, valiente, bella y graciosa a la vista. Amante de toda aventura del espíritu y la mente, realista con un precioso desdén del estatismo y la fijeza. Rehúsa atarse y atar [...] trabajó en publicidad, tuvo éxito, lo dejó en la cresta de la ola; estuvo cinco años en un diario, tuvo gran éxito, lo dejó al madurar y querer algo mejor. Y en este vacío espiritual, este suelo no fertilizado, ha crecido (no me imagino cómo) para ser una artista, una individualista rampante y gozosa, una poeta y una revolucionaria.
Esta mujer excepcional fue primordial en los años siguientes para Reed, que no exageraba en su descripción, aunque había nacido cuatro años antes de lo que le dijo. Amante del arte y de la revolución, difícilmente podría encontrar Reed alguien más parecida a él mismo. También trabajó en The Masses así como en la revista anarquista Blast, de Alexander Berkman.
Situado en contra de la corriente patriotera, Reed tuvo que enfrentarse con un contexto hostil. Hasta su madre le recriminó su actitud, pero él reafirmó una y otra vez que aquella no era su guerra, que de ser enrolado -no lo fue por su enfermedad del riñón- no pelearía, porque para él esta guerra significa una fea locura de chusma que crucifica a quienes dicen verdades, asfixia a los artistas, relega a la reforma, las revoluciones y el funcionamiento de las fuerzas sociales. En Estados Unidos, los ciudadanos que se oponen a la entrada de su país en la rebatiña europea son ya motejados de ‘traidores’, y a los que protestan contra la restricción de nuestros magros derechos de libre expresión se les llama ‘lunáticos peligrosos’ [...] Durante muchos años, este país va a ser la peor morada para los hombres libres.
En la primavera de 1917 comienza a escribir una autobiografía, que quedará inconclusa, titulada Casi treinta años, y establece el siguiente balance de su vida:
Tengo veintinueve años y sé que éste es el fin de una parte de mi vida, el fin de la juventud. A veces me parece que con él termina también la juventud del mundo; ciertamente la gran guerra nos ha hecho algo a todos. Pero es asimismo el principio de una nueva fase de la vida y el mundo en que vivimos está tan lleno de raudo cambio, color y sentido que apenas puedo evitar imaginarme las espléndidas y terribles posibilidades del tiempo por venir. Durante los últimos diez años he recorrido la tierra de un lado a otro empapándome de experiencia, lucha y amor, viendo y oyendo, probando cosas. He viajado por toda Europa, y a las fronteras de Oriente, a México, empeñado en aventuras; viendo hombres inmolados y quebrantados, victoriosos y risueños, hombres con visiones y hombres con sentido del humor. He mirado a la civilización cambiar y ensañarse, endulzarse a lo largo de mi vida, y he tratado de ayudar; y la he visto marchitarse y desmoronarse en el rojo estallido de la guerra [...] Aún no estoy del todo harto de mirar, pero llegaré a estarlo; eso lo sé. Mi vida futura no será lo que ha sido. Y por ello quiero detenerme un minuto, y ver hacia atrás, orientarme.
Continúa

domingo, 25 de marzo de 2012

Clara Zetkin (1857-1933)

Nació el 5 de julio de 1857 en Wiedenau (Sajonia). Era hija de un maestro rural. De los 17 a los 21 años estudió magisterio en Leipzig, en donde entró en contacto con un grupo de estudiantes rusos exiliados, entre los que se hallaba el revolucionario Ossip Zetkin, afiliado a la socialdemocracia alemana, con quien se casó en 1882.
En 1880 se trasladó a Austria y luego se instaló en Zurich, donde al año siguiente se afilió al Partido Socialdemócrata alemán.
En 1882 se instaló en París, donde también desarrolló una intensa actividad política. En 1889 trabajó activamente en la preparación del Congreso de fundación de la II Internacional con numerosos artículos en la prensa socialista alemana. Acudió al mismo como corresponsal del órgano de prensa del Partido y en calidad de delegada de las mujeres socialistas de Berlín, destacando ya por su gran preocupación por la organización del movimiento femenino proletario.
Volvió a Alemania en 1890, como organizadora de la sección femenina del Partido y redactora del órgano de prensa femenina de la socialdemocracia alemana. Desde entonces hasta el estallido de la I Guerra Mundial en 1914, participó en todos los Congresos de la II Internacional. En 1893 conoció a Engels en el III Congreso, con quien le unió siempre una estrecha amistad.
Durante toda su vida fue una activa promotora de la incorporación de la mujer a la lucha proletaria, realizando importantes investigaciones históricas sobre el papel de la mujer trabajadora en la sociedad capitalista. Siempre fue una valiente propulsora de los derechos de la mujer dentro y fuera del movimiento obrero. Esta gran revolucionaria se había planteado una gran tarea: organizar el movimiento feminino socialdemócrata. Las condiciones para alcanzar este objetivo eran realmente difíciles: no se reconocía el derecho de voto a la mujer y se la prohibía su adhesión y participación en organizaciones y asambleas políticas. En 1896, en el Congreso de Gotha, desarrolla su primer informe importante sobre la cuestión femenina, sentando las bases del trabajo entre este sector. En este Congreso plantea así las cosas:
La lucha de emancipación de la mujer proletaria no puede ser una lucha similar a la que desarrolla la mujer burguesa contra el hombre de su clase; por el contrario, la suya es una lucha que va unida a la del hombre de su clase contra la clase de los capitalistas [...] El objetivo final de su lucha no es la libre concurrencia con el hombre, sino la conquista del poder político por parte del proletariado. La mujer proletaria combate codo a codo con el hombre de su clase contra la sociedad capitalista [...] ¿Cuáles son las conclusiones prácticas para llevar nuestra agitación entre las mujeres? [...] El principio-guía debe ser el siguiente: ninguna agitación específicamente feminista, sino agitación socialista entre las mujeres. No debemos poner en primer plano los intereses más mezquinos del mundo de la mujer: nuestra tarea es la conquista de la mujer proletaria para la lucha de clases. Nuestra agitación entre las mujeres no incluye tareas especiales. Las reformas que se deben conseguir para las mujeres en el seno del sistema social existente ya están incluidas en el programa mínimo de nuestro partido.
En la conclusión de su informe al Congreso señaló:
La inclusión de las grandes masas de mujeres proletarias en la lucha de liberación del proletariado es una de las premisas necesarias para la victoria de las ideas socialistas, para la construcción de la sociedad socialista. Sólo la sociedad socialista podrá resolver el conflicto provocado en nuestros días por la actividad profesional de la mujer. Si la familia en tanto que unidad económica desaparece y en su lugar se forma la familia como unidad moral, la mujer será capaz de promover su propia individualidad en calidad de compañera al lado del hombre, con iguales derechos jurídicos, profesionales y reivindicativos y, con el tiempo, podrá asumir plenamente su misión de esposa y de madre.
En 1907 impulsa la primera conferencia internacional de mujeres, y en 1910, durante la conferencia de mujeres socialistas celebrada en Copenhague, propone la resolución que convirtió al 8 de marzo en el Día Internacional de la Mujer, homenajeando así a las 129 trabajadoras de la fábrica Sirtwood Cotton de Nueva York, que, tras encerrarse en su lugar de trabajo para reivindicar un salario digno y la reducción de la jornada de trabajo a 10 horas, murieron carbonizadas en el interior del recinto tras un incendio que provocó su patrono en respuesta a esta pacífica huelga. Pero, como gran revolucionaria, Zetkin participa también activamente en la vida política del Partido Socialdemócrata alemán, destacando como una de las principales protagonistas de la lucha contra el creciente reformismo en su seno. Abandonó el periódico femenino en 1917 por no seguir la línea política del Partido, entonces manejado por los revisionistas seguidores de Bernstein, representante del ala oportunista de la socialdemocracia alemana.
El reformismo había ido anidando en el Partido Socialdemócrata alemán en los años anteriores a la I Guerra Mundial y en los escritos de Zetkin notables testimonios de la lucha contra esta corriente, primero intentando hacer comprender sus errores al ala reformista del Partido y, posteriormente, combatiéndolos a muerte.
Desarrolló una importante actividad contra la guerra imperialista, trabajando incansablemente durante este periodo en una campaña antimilitarista y antimperialista. En 1912, ante la inminente amenaza de la guerra, en el Congreso de la II Internacional celebrado en Basilea, pronuncia un apasionado discurso sobre la amenaza de guerra y por la movilización del proletariado en contra de la misma. En 1915 organiza en Suiza una conferencia internacional de mujeres socialistas contra la guerra imperialista.
A partir de 1917 rompe con la camarilla revisionista y trabaja junto a Rosa Luxemburgo en la lucha antimperialista, se une a los espartaquistas y es encarcelada en numerosas ocasiones. En 1918 es miembro del primer Comité Central del Partido Comunista y, al año siguiente, interviene en la fundación de la Internacional Comunista. Desde entonces su actividad se funde con la del Partido Comunista alemán y la de la Internacional. A partir de 1921 formó parte del Comité Ejecutivo y del Presidium de la Internacional Comunista y mantuvo estrechos contactos con Lenin, con quien contrasta sus ideas respecto a la cuestión femenina y al movimiento obrero internacional.
Representó como diputada al Partido Comunista alemán en el Reichstag desde 1920 hasta 1932, aprovechando su última intervención parlamentaria para hacer un llamamiento a la unidad antifascista para frenar a los nazis.
En 1920 fue elegida presidenta del Movimiento Internacional de mujeres socialistas.
En 1924, junto con Elena Stasova y Tina Modotti, fundó y dirigió el Socorro Rojo Internacional, organización solidaria de asistencia a las víctimas de la reacción y el fascismo.
Por su veteranía, en 1932 fue nombrada Presidenta del parlamento alemán, el último antes de la llegada de los nazis al poder al año siguiente. Cuando sucedió esto, se exilió a la Unión Soviética y falleció en un hospital cerca de Moscú el 20 de junio de 1933, a la edad de 76 años, enferma y prácticamente ciega. En una solemne ceremonia en la que tomaron parte cientos de miles de moscovitas y numerosos delegados del movimiento obrero internacional, la urna con los restos de esta gran comunista quedó depositada en la muralla del Kremlin.

viernes, 23 de marzo de 2012

José Vissarionovich Dzhugashvili ‘Stalin’ (1879-1953) - ( y XII )

Stalin según Barbusse

 

Henri Barbusse: Stalin, un mundo nuevo visto a través de un hombre,
Editorial Cénit, Madrid, 1935, pgs.291 y stes.

Volvamos aún a la figura de este hombre que se halla siempre entre lo que está hecho y lo que está por hacer (hasta el punto de que su expresión más habitual cuando se le habla sobre el trabajo es la siguiente: «Lo que es no es nada al lado de lo que debe ser»). Nuestros enemigos le toman como blanco y tienen razón, dice Knorin. Él es el nombre de nuestro Partido, dice Bubnov. Es el mejor de la vieja cohorte de hierro, dice Manuilski. A los viejos bolcheviques se los respeta -dice Mikoyan-, no porque sean viejos, sino porque no envejecen.
Su historia es una serie de victorias sobre una serie de dificultades gigantescas. No hay un solo año de su carrera desde 1917 que no hubiera bastado para hacer ilustre a cualquier otro con lo que él ha hecho. Es un hombre de hierro. Su nombre lo retrata: Stalin (acero). Es inflexible y flexible como el acero. Su poder estriba en su formidable buen sentido, en la extensión de sus conocimientos, en su asombrosa catalogación interior, en su pasión por la claridad, en su inexorable espíritu de secuencia, en la rapidez, seguridad e intensidad de su decisión, en su perpetua obsesión por elegir a los hombres necesarios.
Los muertos sólo sobreviven en la Tierra, Lenin se encuentra dondequiera haya revolucionarios. Pero puede decirse que el pensamiento y la palabra de Lenin se encuentran en Stalin más que en ningún otro sitio. Stalin es el Lenin de hoy.
Tiene, como hemos visto, muchos puntos de semejanza con el extraordinario Vladimiro Ilitch: el mismo conocimiento de la teoría, idéntico sentido de la práctica, análoga firmeza. ¿En qué se diferencian? He aquí la opinión de dos obreros soviéticos: «Lenin, el Director; Stalin, el maestro». Y «Lenin es más gran hombre; Stalin, más fuerte...» No prosigamos demasiado, sin embargo, este paralelismo, que a través de sus vagas indicaciones podría conducirnos a lo ficticio respecto a estas personalidades de dimensiones excepcionales, una de las cuales ha formado a la otra.
Digamos si se quiere que, a causa sobre todo de las circunstancias, Lenin fue más agitador. En el vasto sistema director, más adelantado, más desarrollado, Stalin debe obrar en mayor medida por conducto del Partido, por conducto de la organización, cabría decir. Stalin no es hoy día el hombre de los grandes mítines tempestuosos. Por otra parte, nunca ha empleado esta fuerza tumultosa de la elocuencía que constituye todo el mérito de los déspotas advenedizos y el único también muy a menudo de los apóstoles con éxito. Y éste es un dato que debe ser tenido en cuenta por los historiadores que hayan de estudiarle. Son otros los caminos que ha seguido para ponerse en contacto con el pueblo obrero, campesino e intelectual de la U.R.S.S. y con los revolucionarios del mundo entero que llevan a su patria dentro del corazón, o sea mucho más de doscientos millones de seres.
Ya hemos entrevisto algunos de los secretos de su grandeza. Entre los recursos de su genio, ¿cuál es el principal? Bela Kun dice, en una bella fórmula: «Sabe no ir demasiado de prisa. Sabe pesar el momento». Y Bela Kun cree que ésta es la cualidad específica de Stalin, la que le pertenece en propiedad además de las otras: esperar, dar tiempo al tiempo, resistir a las tentaciones vertiginosas, tener una paciencia terrible. ¿No es esta facultad la que hace que sea Stalin entre todos los revolucionarios de la historia el que ha enriquecido la Revolución de manera más práctica, el que ha cometido menos errores?
Stalin titubea y reflexiona mucho antes de proponer ciertas medidas (mucho no quiere decir largo tiempo). Es en extremo circunspecto y no otorga fácilmente su confianza. A uno de sus más íntimos colaboradores, que desconfiaba de un tercero, decíale: «La desconfianza sana es una buena base de trabajo colectivo». Es prudente como un león.
Este hombre claro y luminoso, es, como hemos visto, un hombre sencillo. No es difícil abordarle sino porque siempre está trabajando. Cuando se va a verle a una de las salas del Kremlín no se tropieza uno con más de tres o cuatro personas al pie de una escalera y en los vestíbulos. Esta sencillez orgánica no tiene nada de común con la sencillez aparatosa de algún monarca escandinavo que se digna salir a pie por las calles, o de un Hitler que hace pregonar a sus propagandistas que no fuma ni bebe vino. Stalin se acuesta por lo regular a las cuatro de la mañana. No tiene treinta y dos secretarios, como Lloyd George: sólo tiene uno, el camarada Proskrobitchev. No firma lo que escriben otros. Se le facilita el material y él lo hace todo. Todo pasa por sus manos. Y esto no impide que conteste o haga contestar todas las cartas que recibe. Cuando se le encuentra se muestra cordial, familiar. Su «franca cordialidad», dice Serafima Gopner; «su bondad», «su delicadeza», dice Bárbara Djaparidzé, que ha luchado a su lado en Georgia; «su jovialidad», dice Orajelachvilí. Se ríe como un niño.
En la ceremonia con que terminó el jubileo de Gorki, en la Gran Ópera de Moscú, algunos de los personajes se reunieron en los entreactos en los salones situados detrás de un palco perteneciente antaño al emperador o algún gran duque. Y allí armaban un alboroto infernal. Todos se reían a mandíbula batiente. Estaban allí Stalin, Ordyonikidzé, Rykov, Bubnov, Molotov, Vorochilov, Kaganovitch y Piatniski. Referían anécdotas de la guerra civil, evocaban sucedidos pintorescos: «¿Te acuerdas de cuando te caíste del caballo?...» «¡Ya lo creo! ¡No sé lo que le pasaría a aquel maldito animal!...» Y brotaba una carcajada homérica, una jovialidad enérgica, un trueno juvenil que hacía vibrar los artesonados zaristas de los saloncillos, breve y fresco desahogo de los grandes haladores de la reconstrucción.
También Lenin se reía con todas sus fuerzas.
«No he conocido a un hombre -dice Gorki- cuya risa fuera tan contagiosa como la de Vladimiro Ilitch. Hasta resultaba extraño que un realista tan austero, un hombre que con tal claridad veía y tan profundamente sentía la inminencia de las grandes tragedias socíales, un hombre inquebrantable en su odio por el mundo capitalista, pudiera reir así, hasta verter lágrimas, hasta perder la respiración». Y Gorki concluye: «Hace falta una enorme, una sólida salud moral, para poder reir de este modo».
El que ríe como un niño ama a los niños. Stalin tiene tres: el mayor, Jascheka, y dos más pequeños, Vassili, de catorce años, y Svietlana, de ocho. Su mujer, Nadejda Aldiluieva, ha muerto el año pasado: su forma terrestre ya no es más que una bella efigie noblemente plebeya y un hermoso brazo de mármol blanco destacándose de una gran estela en el cementerio de Novo Devitchi. Stalin ha adoptado casi a Artiom Serguiev, cuyo padre pereció en un accidente en 1921. Ha mostrado una solicitud paternal por las dos hijas de Dyaparidzé, fusilado por los ingleses en Bakú. ¡Y por cuántos otros! Aún creo presenciar la satisfacción de Arnold Kaplan y de Boris Goldstein, dos pequeños prodigios del piano y del violín, cuando me contaban cómo les había recibido Stalin después de su triunfo en el Conservatorio, e incluso les había dado tres mil rublos a cada uno, diciéndoles: «Ahora que sois capitalistas, ¿me saludaréis en la calle?»
En torno a la risa de Lenin y Stalin, y por así decir en la misma categoría de fenómenos, hay que situar su ironía. De ella hacen un abundante uso a la menor ocasión. Stalin da con gusto a la expresión de su pensamiento una forma divertida o satírica.
Damian Biedny nos cuenta una preciosa historia: «En vísperas de las jornadas de julio de 1917 nos encontrábamos los dos, Stalin y yo, en la redacción de la Pravda. Teléfono. Los marinos de Cronstadt le preguntan a Stalin: ‘¿Hay que ir a la manifestación con fusil o sin él?’ ¿Qué les contestará por teléfono?, me dije yo muy atento. ‘Eso de los fusiles es cosa vuestra, camaradas. Nosotros, los escritores, llevamos siempre el lápiz encima’. Naturalmente -concluye Biedny- todos los marinos acudieron a la manifestación con sus ‘lápices’».
Por lo demás, también sabe ser discreto. Cuando Emil Ludwig exclama, a propósito de una respuesta suya: «¡No se imagina usted cuánta razón tiene!», responde gentilmente: «¡Quién sabe! ¡Puede que me lo imagine un poco!» En cambio, cuando el mismo escritor le pregunta: «¿Cree usted que puede comparársele con Pedro el Grande?», contesta sin ironía: «Las comparaciones históricas son siempre arriesgadas. Esta es absurda». No aprovecha todas las ocasiones que se le ofrecen de soltar la carcajada.
Lo que resalta siempre en él es este propósito: no intentar brillar, no hacerse valer.
Stalin ha escrito libros importantes y en gran número. Algunos de ellos tienen un valor clásico en la literatura marxista. Pero si se le pregunta lo que es, responde: «Yo no soy más que un discípulo de Lenin, y toda mi ambición es ser un discípulo fiel». Resulta curioso observar cómo al exponer el trabajo realizado bajo su dirección, Stalin atribuye sistemáticamente a Lenin el mérito de todos los progresos conseguidos, siendo así que él mismo tiene en ellos una gran participación y que por lo demás no se puede realizar el leninismo sin ser uno mismo un creador. En este caso la palabra «discípulo» enaltece, pero estos hombres no la emplean sino para reducir su papel individual y fundirse en el conjunto. Esto no supone sujeción, sino fraternidad. Se piensa en la hermosa y lapidaria frase de Séneca el Filósofo: Deo non pareo sed assentior («No obedezco a Dios, pienso igual que él»).
Si se tarda en comprender a estas gentes no será por lo que tengan de complejas, sino más bien por su misma sencillez. Se ve muy claramente que no es la vanidad personal ni el contenido que pueda darse a su nombre lo que impulsa a ese hombre hacia adelante y le sostiene de pie en la brecha. Es la fe. En este gran país en el que los sabios se dedican a resucitar de verdad a los muertos y salvan a los vivos con la sangre de los cadáveres, en el que se cura a los criminales, en el que las religiones brumosas y tópicas son disipadas en el espacio por la brisa saludable, la fe brota de la misma tierra como los bosques y las cosechas. Es la fe en la justicia inmanente de la lógica. Es la fe en el saber, expresada tan profundamente por Lenin al contestar a quien le hablaba del cobarde atentado de que acababa de ser víctima y que abrevió sus días: «¿Qué quiere usted? ¡Cada cual se conduce como sabe!» Es la fe en el orden socialista y en la muchedumbre que le encarna, en el trabajo, en lo que Stetski llama el crecimiento tempestuoso de las fuerzas productoras: «El trabajo -dice Stalin- es una cuestión de dignidad, de heroísmo y de gloria». Es la fe en el Código del trabajo, en la ley comunista y en su paroxismo de honradez. «Nosotros creemos en nuestro Partido -decía Lenin-. Vemos en él el espíritu, el honor y la confianza de nuestra época». «No pertenece a este Partido el que quiere -dice Stalin-. No todos pueden afrontar sus esfuerzos y sus penalidades».
Si Stalin tiene fe en las masas, lo mismo puede afirmarse en sentido inverso. La Rusia Nueva siente un verdadero culto por Stalin; pero un culto hecho de confianza y nacido por entero desde abajo. El hombre cuya silueta se destaca en los carteles rojos entre las de Lenin y Carlos Marx es el que se interesa por todo y por todos, el que ha hecho lo que es y hará lo que será. Ha salvado. Y salvará.
No ignoramos que, según ha dicho el propio Stalin, «han pasado los tiempos en que los grandes hombres eran los principales creadores de la historia»; pero si bien hay que negar el papel exclusivo ejercido sobre los acontecimientos por el «héroe», tal como lo presenta Carlyle, no se puede discutir su papel relativo. También en este caso cabe pensar que lo que es idéntico se obedece. El gran hombre es aquel que, previendo el curso de las cosas, se le adelanta en vez de seguirlo y actúa preventivamente contra algo o en favor de algo. El héroe no inventa la tierra desconocida, pero la descubre. Sabe suscitar los vastos movimientos de masas -que son, sin embargo, espontáneos-: hasta tal punto conoce sus causas. La dialéctica, bien aplicada, extrae del hombre lo que contiene e igualmente de un acontecimiento. En todas las grandes circunstancias hace falta un gran hombre que sirva de máquina centralizadora. Lenin y Stalin no han creado la historia, pero la han racionalizado. Han acercado el porvenir.
Estamos hechos para hacer producir en la tierra al espíritu humano el mayor progreso posible, porque en definitiva de eso somos depositarios por encima de todo, del espíritu. La lealtad de nuestro paso por la Tierra consiste en evitar la tentativa imposible, pero llegar tan lejos como alcancen las fuerzas en la realización práctica. No hay que hacer creer a los hombres que se va a impedir la muerte. Hay que querer que vivan plena y dignamente. No hay que lanzarse en cuerpo y alma sobre los males incurables, inherentes a la naturaleza humana, sino sobre los males curables, que son de orden social. No es posible elevarse por encima de la Tierra sino sirviéndose de medios terrestres.
Cuando se pasa de noche por la plaza Roja, entre esta vasta decoración que parece desdoblarse -lo que es de ahora, es decir, de la nación de numerosas criaturas del Globo, y lo que es de antes de 1917 (lo que es antediluviano)- parece que el que yace en la tumba central de la plaza nocturna y desierta es el único que no duerme en el mundo y que vela por lo que irradia todo en torno suyo, ciudades y campos. Él es el verdadero guía, el que hacía reír a los obreros al demostrarles hasta qué punto era a la vez maestro y camarada. Es el hermano paternal que ha cuidado realmente de todos. Aunque no le hayáis conocido él os conocía de antemano y se ocupaba de vosotros. Quienquiera que seáis, tenéis necesidad de este bienhechor.
Quienquiera que seáis, sabed que la mejor parte de vuestro destino está en manos de este otro hombre que vela también por todos y que trabaja; del hombre de cabeza de sabio, rostro de obrero y traje de soldado.


jueves, 22 de marzo de 2012

José Vissarionovich Dzhugashvili ‘Stalin’ (1879-1953) - ( X I )

El informe secreto de Jruschov

 La leyenda negra sobre Stalin no sólo no terminó con su muerte en 1953 sino que fue justamente entonces cuando se infló con las más groseras falsificaciones históricas. Y de nuevo fueron quienes habían aparentado ser sus más próximos colaboradores los que, como buitres, se lanzaron a devorar su memoria.

No habían pasado tres años de su muerte cuando en febrero de 1956, en una sesión nocturna del XX Congreso del PCUS, Jruschov pronuncia por sorpresa un discurso conteniendo un balance de la etapa soviética anterior. Para pronunciar ese discurso, Jruschov obligó a salir a los delegados de otros partidos comunistas, aunque a algunos de ellos les dio una copia unos momentos antes de pronunciarlo, con ruego de no difundir su contenido. El informe jamás se aprobó previamente por ningún órgano de dirección del PCUS, ni tampoco fue luego sometido a votación. Ni siquiera fue publicado dentro de la URSS con posterioridad. El informe que denunciaba el culto a la personalidad fue una decisión personal de Jruschov.
Sin duda, constituye un caso único en la historia del movimiento comunista internacional; muchos comunistas del mundo entero se enteraron de su contenido por la prensa burguesa y quedaron desagradablemente sorprendidos. El informe no se divulgó jamás en el interior de la URSS porque hubiera chocado con la arraigada simpatía de los obreros y campesinos soviéticos hacia Stalin.
Naturalmente que el secreto lo explica Jruschov de una manera bien distinta: Especialmente la prensa no debe estar informada. Por esta razón examinamos esta cuestión aquí, en sesión del Congreso a puerta cerrada. Hay límites para todo. No debemos proporcionar municiones al enemigo; no debemos lavar nuestra ropa sucia ante sus ojos. Sucedió todo lo contrario: los comunistas del mundo entero se enteraron de un informe del Secretario General del PCUS al Congreso gracias al New York Times en junio. Era la segunda vez que la prensa imperialista reproducía documentos de esa trascendencia para los comunistas; la anterior fue el llamado testamento de Lenin.
Nunca se quiso mantener secreto el informe, sino dosificar bien su mensaje. De ahí que se leyera su contenido en organizaciones de base del PCUS y que se entregara una copia a algunos dirigentes de otros partidos comunistas. Había que ir preparando el terreno, dejar correr el rumor. Las consecuencias son bien evidentes: el informe desarmó al proletariado y rearmó a la burguesía precisamente en un momento delicado presidido por la guerra fría, por el maccarthiysmo, en donde la guerra psicológica era imprescindible para destruir el prestigio que la URSS gozaba en todo el mundo. Por eso, a pesar de su secreto, fue divulgado por todos los medios occidentales a los cuatro vientos hasta el punto de convertirse en uno de los documentos históricos más mencionados, un verdadero punto de referencia para analizar Stalin y toda su etapa al frente de la URSS.
El origen del informe proviene de un acuerdo del Buró Político que encomendó a una comisión bajo la dirección de Pierre Pospelov la redacción de un informe sobre la etapa de Stalin al frente del Partido. Parece importante consignar aquí que Pospelov había presidido otra comisión que redactó una Biografía Resumida de Stalin que se publicó poco antes de su muerte y Jruschov afirma en su informe que esa Biografía fue retocada por el mismo Stalin para auto-halagarse. En cualquier caso, en el transcurso de muy pocos años, Pospelov redacta una biografía de Stalin hagiográfica y luego un informe totalmente opuesto, insultante y despectivo incluso en el aspecto personal. Pasa de un extremo al otro sin paradas intermedias, como quien escribe al dictado; no importa el contenido porque tanto se puede afirmar una tesis como su opuesta.
En 1956 la comisión presidida por Pospelov no había llegado a ninguna conclusión o, si lo hizo, nunca se publicó y, en realidad, el informe de Jruschov tampoco parece existir porque lo que conocemos son las actas taquigráficas de su discurso. Jruschov parece no leer un texto escrito, sino improvisar sobre la marcha sobre la base de unas anotaciones previas y, conociendo la proverbial locuacidad y la frivolidad intelectual de Jruschov, su contenido debe tomarse con una cautela extraordinaria. Esa precaución es tanto más necesaria en cuanto que algunas de las versiones publicadas, por ejemplo las estadounidenses, han sido mutiladas parcialmente.
Así que no puede analizarse su contenido sin tener todo eso en cuenta y, además, sin dejar constancia de las groseras falsificaciones que contiene. La primera de ellas es una falsedad formal: Jruschov dice hablar en nombre del Comité Central, lo que no es cierto, pues ni siquiera tenía autorización del Buró Político. Habla en su propio nombre y no tiene otra legitimidad que la que le otorga su condición de Secretario General improvisando una intervención fuera del orden del día del Congreso.
Además, Jruschov lanza un ataque que, en definitiva, es una ofensa personal dirigida contra Stalin que, por su misma subjetividad (suspicaz, desconfiado, caprichoso, irritable, loco, arrogante, megalómano), lo inutiliza como fuente veraz para reconstruir los sucesos históricos. Lo mismo dice de otros personajes, como el juez Rodos, a los que califica de viles o de degenerados moralmente. Ese tipo de calificativos se los permite emitir alguien como Jruschov que critica la depuración, por ejemplo, de un dirigente del Partido como Kossior -al que por cierto se refiere en numerosas ocasiones- al tiempo que calla que fue él quien ocupó su lugar sin emitir protesta alguna. Por tanto, el informe no es sólo un relato personal de Jruschov sino que en su contenido todo está plagado de personalismos.
Otro dato importante que demuestra hasta qué punto Jruschov no es un observador ajeno e imparcial de los hechos, es la versión que ofrece de la batalla de Jarkov durante la guerra mundial. En mayo de 1942 tanto los soviéticos como los nazis se aprestaban a la ofensiva en los alrededores de Jarkov. Por la parte soviética, el plan de ofensiva se le propuso a Stalin por el Consejo Militar del frente de los que eran máximos responsables Timoshenko en lo militar y Jruschov como comisario político. El Gran Cuartel General, entre ellos Stalin, rechazó el plan y, en lugar de desistir del mismo, Timoshenko y Jruschov lo modificaron e insistieron en la ofensiva y equivocadamente, el Gran Cuartel General acabó aceptando la ofensiva. Aún modificado, el plan adolecía de graves defectos: la zona de ataque no era la más apropiado, los flancos y la retaguardia eran vulnerables, no existían reservas suficientes y ni tampoco superioridad sobre los fascistas que asegurara el buen fin del operativo. Muy rápidamente las tropas soviéticas se vieron en graves apuros, pero Timoshenko y Jruschov no suspendieron el ataque. Tuvo que ser el general Vasilievski, jefe del Estado Mayor, quien pidiera al Gran Cuartel General la paralización del ataque, que llegó muy tarde. Nada menos que cuatro generales soviéticos cayeron en combate, por no contar las innumerables pérdidas en combatientes (cientos de miles según Jruschov) y armamento. En cualquier caso, el traslado a Stalin de sus propias responsabilidades demuestra a las claras el carácter falaz de un manipulador tan descarado como Jruschov.
Los marxistas nunca hemos creído que esas enemistades fuesen en ningún caso de tipo personal, sino que se trataba de una verdadera lucha de clases, y cuando Jruschov (y tras él todos los revisionistas y la misma burguesía) aluden a cuestiones personales lo que tratan es de encubrir la lucha de clases que allí subyace. Esto conduce naturalmente a reconocer que cuando esos ataques personales eran tan duros es porque la misma lucha de clases revestía la forma de un choque intenso, es decir, todo lo contrario del punto de partida de Jruschov, según el cual, la lucha de clases se atenuaba con el desarrollo de la sociedad socialista.
Por otro lado, es también evidente que esa lucha de clases se había trasladado al interior mismo del Partido Comunista. Ya no se trataba de combatir al zarismo, ni a los kulaks, ni a los mencheviques, ni a los trotskistas. El enemigo estaba al lado mismo, en el asiento contiguo, y el propio informe reconoce que poco antes de morir Stalin preparaba una nueva depuración en la dirección del PCUS, que quería acabar con todos los miembros del Buró Político y nombrar en su lugar a personas menos experimentadas. Es posible que Jruschov atisbara entonces su reemplazo, aunque no se menciona a sí mismo sino a sus enemigos dentro de la dirección, entre ellos Molotov, Kaganovich y Voroshilov. Aquí parece indudable que Jruschov desvía la atención hacia terceras personas a las que trata de atraer en su crítica contra Stalin y, por tanto, ganar para su propia causa. Exponente de unas determinadas posiciones políticas vencidas en anteriores purgas, Jruschov no pudo imponer esas mismas posiciones sin proceder, a su vez, a depurar la dirección de los verdaderos comunistas y rehabilitar a sus predecesores. Es reveladora una carta de Molotov al Presídium del Comité Central muy pocos días después del XX Congreso en la que denuncia el aventurerismo derechista y concreta las divergencias que se venían manifestando dentro de la dirección del PCUS:
Alto secreto
A mis camaradas del Presídium
De V. Molotov Una vez concluido el XX Congreso del Partido quiero advertir a mis colegas del peligro con que nos enfrentamos como resultado de nuestras acciones. Hablo libremente porque, como es bien sabido, acepté la decisión colectiva, denuncié mis propias ideas, expresadas con anterioridad y me uní a un esfuerzo que, no puedo ocultarlo, sigo considerando como aventurerismo derechista.
Recordemos las discusiones que han tenido lugar durante los años pasados y que han culminado ante el Congreso.
Algunos de nuestros camaradas adoptaron la siguiente posición:
1. En una reacción prolongada de la guerra de Corea, los Estados Unidos estaban dedicando sus esfuerzos de un modo primordial al desarrollo de un anillo de pactos militares.
2. Estos pactos eran impopulares y al mismo tiempo ineficaces. Los pueblos de los países afectados deseaban la paz, el desarrollo económico y un creciente desarrollo nacional, así como una posición mejor para sus naciones.
3. Por tanto, era el momento oportuno para asociarnos con estos sentimientos emocionales y desbordar a los americanos.
Yo encabecé a los que adoptaron una posición opuesta, entre los que se contaban los más experimentados de entre nosotros en esas cuestiones. Manteníamos la siguiente posición:
a) La táctica propuesta fortalecería a los Gobiernos burgueses existentes, concedería tiempo a dichas naciones para organizarse y fomentaría una fase prolongada de desarrollo burgués.
b) La influencia que obtendríamos con una táctica semejante sería superficial y no podría traducirse en una toma del poder seria par parte de los comunistas.
c) La táctica necesaria del Frente Popular dentro de esos países haría imposible el desarrollo de la táctica de guerrillas e infiltración que es la única que promete éxito en esas zonas.
d) Podríamos vernos arrastrados a una competencia económica costosa en un momento en que nuestros recursos son altamente necesarios para finalidades militares y económicas dentro de la Unión Soviética.
La única esperanza que cabía hacerse consistía en que sin ayuda americana esos países, con sus estúpidos métodos burgueses, fracasarían, en sus planes económicos y se volverían hacia nosotros.
Repito que considerábamos la táctica propuesta como una negación de todas las lecciones de nuestra experiencia, desde la victoria de Lenin, en octubre, a nuestro triunfo diplomático en Ginebra, en 1954, en la cuestión de Indochina. Hasta ahora nuestro movimiento no ha confundido nunca los síntomas superficiales del poder y de la influencia con su esencia. En último análisis, el poder es una cuestión de control físico, y la política propuesta no promete en modo alguno el control físico. Al contrario, hace más difícil el problema de su adquisición.
Como sabéis muy bien, ninguno de las que abogaban por la política propuesta fue capaz de explicarnos cómo se pasa de los pactos económicos y de los collares de flores para nuestros colegas a la adquisición seria del poder. Pero nuestro inteligente y flexible camarada Mikoyan dejó bien sentada la cuestión con sus dos famosas proposiciones:
1. Lo que es malo para los Estados Unidos es bueno para la Unión Soviética.
2. Mikoyan puede obtener beneficios de la ayuda económica soviética.
Estos dos conceptos superficiales y, si se me permite, casi cosmopolitas, dejaron bien sentada la cuestión; y nos unimos todos para enunciar las doctrinas del XX Congreso: coexistencia prolongada, frentes populares y todo la demás.
¿Por qué vuelvo ahora a estas cuestiones dolorosas, tras de haber aceptado de buena gana la decisión colectiva? Lo hago porque en este momento creo que bien pronto veremos cómo se dispara la trampa americana sobre nosotros. Estamos comprometidos en esas posiciones y políticas altamente fluidas. Cada día llevamos a cabo algunas medidas, y fortalecemos en algún modo a Gobiernos no comunistas sobre los que no tenemos ningún control real. En tanto que los americanos prosiguen su política actual podemos influir indudablemente sobre esos Gobiernos, para que actúen en nuestro interés. ¿Pero están obligados los americanos a seguir concentrándose estúpidamente en sus pactos militares? ¿Son sus círculos dirigentes (que pueden achacar los cambios a excusas tan absurdas como unas elecciones a la opinión pública mercurial), son sus círculos dirigentes -os pregunto- incapaces de cambiar su política económica exterior? Y si lo hacen, ¿qué controles dignos de confianza poseemos sobre los Gobiernos medioorientales y asiáticos para asegurarnos de que, una vez fortalecidos, no volverán a adherirse al bloque americano?
Siempre hemos sabido que el margen de éxito o fracaso del segundo plan quinquenal indio era una cuestión de unos cuantos miles de millones de dólares en divisas extranjeras. Esto llegó a excitar incluso a algunos de nuestros camaradas. Recordad que sólo con grandes esfuerzos logré persuadir a algunos camaradas para que no hiciesen de este plan un éxito de Nehru prestándole ese dinero. Pero, ¿creéis que los americanos, que han estado fingiendo estupidez en esta cuestión, son incapaces de realizar la oferta ahora, una vez que nos hemos lanzado al aventurerismo derechista? El dinero significa poco para ellos; y si prolongan el auge del automóvil, como nos decía ese gran experto en capitalismo americano que es Mikoyan, tendrán que hacer préstanos al extranjero en el próximo año si quieren mantener el pleno empleo.
Y lo mismo puede decirse de Birmania, Indonesia, Pakistán y -tomad nota de mis palabras- de Oriente Medio.
Camaradas: estamos jugando con fuego burgués y acabaremos por quemarnos. Se nos ha tendido un cepo. Bien pronto los americanos volverán a esas zonas pobres con dinero, técnicos e intereses y misioneros; y los pueblos estarán contentos al volverles a ver. La India obtendrá Goa con apoyo americano y con un gran crédito para América gracias a la inteligencia de Dulles. Pronto tendremos que volver a los principios auténticos de Lenin y Stalin- sí, de Stalin- y más nos valdría empezar a pensar sobre lo que tendríamos que hacer en ese caso.
V. Molotov, 29 de febrero de 1956 (1).
Molotov no podía ser más claro acerca de las divergencias y su pronóstico resultó plenamente certero. La Unión Soviético siguió jugando con el fuego burgués y acabó cayendo en la trampa que le habían tendido los imperialistas. La experiencia del derrumbe de los países socialistas ha demostrado la exactitud de la fórmula Stalin: quienes han restaurado el capitalismo han sido los propios comunistas. Ni el socialismo se ha venido abajo por sí mismo, ni lo derribó el imperialismo por más guerras que desató. En todos los países la caída del socialismo ha sido obra de la quinta columna, del caballo de Troya, lo que confirma plenamente la tesis de Stalin y desmiente a Jruschov.
No es la única coincidencia, porque el tratamiento que Jruschov ofrece sobre el conflicto con la Yugoslavia de Tito, inflado artificialmente, proporciona la clave sobre la naturaleza de las pretensiones revisionistas, que eran las mismas de Tito, a saber, la restauración capitalista en la URSS. Por eso tampoco es coincidencia que Tito fuera uno de los primeros en disponer de una copia del informe.
Sin embargo, ni el informe ni los Recuerdos de Jruschov son en absoluto veraces, por más que coincidan los relatos ideológicos aparentemente alejados. Eso sólo demuestra que las leyendas, por fantásticas que sean, no son sólo propias de la prehistoria sino de acontecimientos bien cercanos. En el caso de los Recuerdos, publicados en 1970 en Estados Unidos, el propio Jruschov jamás los reconoció como propios, lo que no ha sido óbice para que se extraiga de ellos buena parte de la leyenda negra que persigue a Stalin.
Pero el informe de 1956 no es apócrifo y, en consecuencia, hay que analizarlo como una episodio más de la lucha de clases en la URSS, desenvuelto en el interior mismo del Partido Comunista que se salda esta vez con la derrota de las posiciones revolucionarias. Por eso mismo el informe no es veraz, porque la verdad es siempre revolucionaria y los revisionistas hubieron de recurrir a la calumnia para imponerse.
Curiosamente el informe comienza reconociendo los méritos de Stalin, que es justamente la parte del informe mutilada en algunas ediciones estadounidenses. Pero esa parte de la biografía de Stalin es muy conocida y no interesa -dice Jruschov- porque quiere centrarse en el culto a la personalidad. E inmediatamente rechaza, con diversas citas de Marx, Engels y Lenin, dicha práctica, de la que responsabiliza exclusivamente al propio Stalin. Eso es obviamente falso porque es conocido que Stalin repudió tanto el halago hacia sí mismo como los halagos provenientes de terceros. El culto a la personalidad fue practicado por quienes le rodearon, especialmente el propio Jruschov. Por sí mismo esto demuestra la doblez de este personaje. Pero es que, además, en aquella época era muy frecuente que ciudades, fábricas, koljoses o escuelas llevasen el nombre no solamente de Stalin sino el de cualquier otro dirigente del Partido en activo. Por lo demás, fue muy característico el empleo de todo tipo de menciones honoríficas, como condecoraciones, medallas, insignias y distinciones de lo más diversas que ostentaban millones de personas. No era una falta de modestia, como dice Jruschov, sino una forma de promocionar determinadas actitudes, los estímulos morales, de dar ejemplo, de agitar y movilizar en definitiva. Desde luego, para los comunistas ese es un sistema preferible a los estímulos materiales que Jruschov comenzó a introducir en el sistema económico soviético y que se convirtieron en otros tantos factores de disgregación capitalista. Por lo demás, es un gesto demagógico y grotesco afirmar, como hace el informe, que poner el nombre de Stalin a un sovjós, por ejemplo, sea una forma de regresar a la propiedad privada, pero es indicativo de la pobreza ideológica del informe.
Además, Jruschov desgrana otras supuestas cualidades de Stalin que resultan de utilidad para sus propios fines: omnipotencia, violaciones de la legalidad, despotismo unipersonal, facultades ilimitadas, etc. El objetivo es responsabilizar a Stalin de todos los problemas, hasta el punto de sostener que en realidad el problema era el mismo Stalin, no solamente como dirigente comunista sino incluso personalmente. Stalin era brutal, no consultaba con nadie, exigía sumisión absoluta: él solo decidía sobre todos los asuntos, nos quiere hacer creer Jruschov.
La demostración de todo ello es volver sobre el testamento de Lenin que Jruschov difundió junto con su informe a los delegados del XX Congreso. Lo que Jruschov dice es lo siguiente: si en vida de Lenin Stalin se permitió tratar de manera tan poco delicada a su mujer, podemos imaginarnos cómo trataba a todos los demás y cómo con el tiempo ese carácter suyo se agravó aún más. El mismo Jruschov que coincidió con él desde que ingresó en 1934 en el Comité Central, no pone más ejemplos de brutalidad que ése, de manera que basta un solo supuesto para endosar un rasgo sicológico a una persona para todo el resto de su vida y extender ese rasgo personal y privado a su actuación pública. Es muy chocante porque, además, Jruschov afirma que inicialmente Stalin acertó al combatir las diversas desviaciones dentro del Partido, pero que a partir del XVII Congreso celebrado en 1934, el problema se agravó. Por tanto, justamente en el momento en el que Jruschov es elegido miembro de la dirección es cuando se agrava el problema, si bien él no tiene responsabilidad alguna en ello, ni pone ejemplo ninguno de abuso o intolerancia, ni siquiera su propia experiencia como dirigente.
En esto, como en otros extremos, las afirmaciones de Jruschov no coinciden con las memorias de otras personas que trabajaron junto a Stalin, memorias incluso publicadas con posterioridad al informe secreto y que ofrecen un retrato personal de Stalin bien diferente al que dibuja Jruschov.
Las falsedades y olvidos comienzan cuando el informe dice que a lo largo de toda la guerra mundial no se reunió nunca el Comité Central, lo cual no es cierto porque se celebró al menos una el 27 de enero de 1944. Otro tipo de falsedades muestran bien a las claras el tipo de calumnias vertidas por Jruschov, como la que afirma que Stalin analizaba las batallas de la guerra mundial en un globo terráqueo o mapamundi como los que utilizan los niños en la escuela primaria. Otra afirmación del mismo carácter es aquella que dice que Stalin se informaba sobre la situación de la agricultura a través del cine. Este tipo de falsedades prueba que lo que pretendía Jruschov no era tanto convencer intelectualmente como denostar emocionalmente la figura de Stalin, de ridiculizar, quebrar la imagen de que entonces gozaba Stalin en todo el mundo, extremo éste en el que coincide puntualmente con el maccarthysmo imperante entonces en Estados Unidos, del que es un complemento imprescindible. El informe falsea también la realidad cuando afirma que Stalin nunca admitió haber cometido ni un solo error, pues en sus obras constan numerosas rectificaciones y autocríticas.
Para rematar todo el cúmulo de contradicciones, Jruschov introduce una última, que constituye un halago hacia Stalin que choca con todo lo anteriormente expuesto y vuelve sobre la apología expresada al comienzo: Stalin estaba convencido que eso era necesario para la defensa de los intereses de la clase obrera contra las intrigas de los enemigos y contra los ataques del campo imperialista [...] No podemos decir que sus actos fueran los de un déspota lleno de vértigo. Estaba convencido de que eso era necesario en interés del Partido, de las masas trabajadoras, para defender las conquistas de la revolución. ¡Ahí es donde reside la tragedia!
Ni aquellos insultos ni estos halagos son creíbles. Su objeto es tratar de suavizar el ataque para que el mensaje de fondo penetrara con mayor fuerza. Es frecuente que alguien cometa errores con una intención opuesta a la que realmente consigue, pero es imposible cometer errores de la naturaleza de los que Jruschov denuncia con el propósito de defender a la revolución, al Partido Comunista y a la clase obrera. Los errores que el informe consigna sólo se pueden cometer deliberada e intencionadamente; si no existe esa mala intención, como dice Jruschov, no son posibles esos errores. No es posible defender al Partido Comunista depurando a los comunistas honestos; o los comunistas no eran tan honestos o Stalin no tenía esa intención.
Para los comunistas lo importante es que el informe secreto forma parte de una dura lucha de clases en el interior del Partido Comunista de la Unión Soviética que, además, no se circunscribía a aquel momento sino que venía de atrás. Los revisionistas como Jruschov tampoco lo tuvieron fácil para imponerse en la dirección sino que se produjeron diversas alternativas, avances y retrocesos. El informe fue desmentido bien pronto por resoluciones posteriores del Partido Comunista de la Unión Soviética, la principal de las cuales es la de 30 de junio de aquel mismo año, que decía:
Sus enemigos enviaron a la URSS un gran número de espías y de agentes provocadores esforzándose por todos los medios por dislocar el primer estado socialista del mundo [...] Los manejos de la reacción internacional eran tanto más peligrosos cuanto que en el interior del país una cruel lucha de clases proseguía hacía mucho tiempo para resolver la cuestión de saber ‘quién vencerá’.
Tras la muerte de Lenin, se manifestaron tendencias aún más sediciosas en el Partido: los trotskistas, oportunistas de derecha, nacionalistas burgueses que reprobaban la teoría leninista según la cual el socialismo podía nacer en un solo país, reprobación que de hecho habría conducido a la restauración del capitalismo en la URSS. El Partido llevó una lucha sin descanso contra esos enemigos del leninismo [...]
Esas circunstancias interiores y exteriores complejas exigían una disciplina de hierro y una vigilancia reforzada, la centralización más rigurosa de la dirección, lo que forzosamente debía tener consecuencias negativas en el desarrollo de ciertas formas de democracia [...]
Todas esas dificultades sobre la vía de la edificación del socialismo fueron superadas por el pueblo, bajo la dirección del Partido Comunista y de su Comité Central que han seguido constantemente la línea general trazada por Lenin [...]
Stalin ocupó mucho tiempo el puesto de secretario general del Comité Central del Partido y, con otras dirigentes, luchó por realizar los preceptos de Lenin. Se consagró al marxismo-leninismo y, en tanto que teórico y gran organizador, tomó la dirección de la lucha del Partido contra los trotskistas, los oportunistas de derecha, los nacionalistas burgueses, contra los manejos de los países capitalistas que cercaban a la URSS.
En esta lucha política e ideológica, Stalin adquirió una gran autoridad y una gran popularidad.
Esta posición, aunque insuficiente, es correcta y, como decimos, indica que en la dirección del PCUS estaba desatada una sorda batalla entre dos líneas irreconciliables. El día de Nochevieja, Jruschov da marcha atrás y afirma en un discurso: Si se trata de luchar contra el imperialismo, podemos afirmar que todos nosotros somos stalinistas [...] Desde este punto de vista, me siento orgulloso de que seamos stalinistas. Este discurso no fue publicado por la prensa soviética, pero el 17 de enero repetirá en la embajada china: Como el propio Stalin, el stalinismo es inseparable del comunismo. Como suele decirse, quiera Dios que cada comunista luche como Stalin lo hizo. Este discurso lo publicó Pravda dos días después y muestra, por un lado, la nula fiablidad de Jruschov como político y, por el otro, que la cuestión de Stalin distaba de resultar algo pacíficamente admitido. Esas vacilaciones de Jruschov se producían a pesar de la intensa sustitución de dirigentes en todos los organismos del Partido Comunista. Las cifras de depurados dan cuenta de la batalla que supuso el cambio de línea política en el interior del Partido Comunista. Hasta 1962 Jruschov había expulsado al 70 por ciento de los miembros del Comité Central elegidos en el Congreso de diez años antes, y en el XII Congreso, celebrado en 1960, a casi la mitad de los elegidos en 1956. Poco antes del XXII Congreso, so pretexto de la rotación de cuadros, sustituyó al 45 por ciento de los miembros de los comités centrales de los partidos de las repúblicas federadas, de los comités regionales y provinciales. Además también fueron depurados el 40 por ciento de los militantes de los comités urbanos del Partido. En 1953 otra nueva depuración, esta vez con el pretexto de reorganizar la producción, sustituyó a más de la mitad de los miembros de los comités centrales y provinciales de las repúblicas federadas (2).
Además de la lectura del informe secreto, el PCUS introdujo en el Congreso de 1956 toda una batería de concepciones extrañas al marxismo-leninismo, a saber:
— la posibilidad de una transición pacífica al socialismo
— la sustitución de la dictadura del proletariado por el Estado de todo el pueblo donde desaparece la lucha de clases
— el cambio en la concepción del internacionalismo proletario, de la coexistencia pacífica y la negación de la inevitabilidad de las guerras bajo el imperialismo
— la absolutización de la contradicción entre el capitalismo y el socialismo
— la introducción de los incentivos materiales en el sistema económico como elemento de corrupción de la clase obrera
— la emulación socialista según la cual, la URSS adelantaría a los países capitalistas hacia 1970 en tecnología y bienestar
Así que no es de extrañar que Jruschov se reconciliara con los revisionistas yugoslavos: ambos sustentaban las mismas posiciones ideológicas. Entre Tito y Stalin, los nuevos dirigentes del PCUS optaban por el primero. También Tito había sido injustamente perseguido. De ese modo los revisionistas de todos los partidos levantaron cabeza e incluso en Hungría intentaron un golpe de Estado aquel mismo año.
Es indudable que después de la guerra la situación internacional había cambiado sustancialmente y que existían condiciones muy favorables para el desarrollo del socialismo y la superación de las deficiencias existentes. Pero todo ello debía hacerse sobre la base del marxismo-leninismo. Sin embargo, lo que hizo Jruschov fue liquidar el marxismo-leninismo y sustituirlo por el revisionismo.
El imperialismo aupó a Jruschov, como antes había hecho con Tito y luego haría con Gorbachov. Para los propagandistas del imperialismo, Stalin había sido muy perverso, pero Jruschov era totalmente diferente. Así como con Stalin era imposible entenderse, Jruschov aparecía como alguien dialogante y sensato. En primer lugar, a diferencia de Stalin, Jruschov nos fue presentado como un pacifista auténtico, porque mientras el primero preconizaba la lucha antimperialista, el segundo comenzó a viajar por Estados Unidos (setiembre de 1959) y otros países pronunciando discursos bien diferentes, más gratos a los oidos imperialistas.
Naturalmente que también aquí la presentación del problema no tiene nada que ver con su contenido real. Stalin fue un consecuente defensor de la paz mundial, antes y después de la guerra. Pero él siempre señaló dónde radicaba el riesgo para la paz, en el imperialismo, de manera que sin combatir al imperialismo no se puede garantizar la paz y que la paz universal sólo se logrará con la derrota del imperialismo. Según los comunistas, las guerras son guerras imperialistas y, en consecuencia, sólo hay una forma de luchar contra ellas que es luchar contra el imperialismo. Los países socialistas no pueden exportar la revolución, que es un asunto interno del proletariado de cada país; deben practicar una política de paz, lo que no significa nunca una política de claudicación frente al imperialismo. Por lo demás, es evidente que el principio de coexistencia pacífica en una norma que concierne sólo al Estado, porque los partidos comunistas nos guiamos por el principio del internacionalismo proletario, que Lenin definió de la forma siguiente: Sólo hay un internacionalismo efectivo que consiste en entregarse al desarrollo del movimiento revolucionario y de la lucha revolucionaria dentro del propio país y en apoyar (por medio de la propaganda, con la ayuda moral y material) esta lucha, esta línea de conducta y sólo ésta en todos los países sin excepción (3).
Por el contrario, Jruschov entendía que la paz mundial era posible como consecuencia de un acuerdo entre Estados Unidos y la URSS y entendía la coexistencia pacífica como una política de conciliación, de compromisos y de concesiones con el imperialismo que, además, no concernía sólo a los países socialistas, sino también al proletariado de los países capitalistas y a los pueblos oprimidos por el imperialismo.
Los revisionistas crearon la ilusión de que el peligro de guerra provenía del desacuerdo con Estados Unidos, de que como consecuencia de ello se había desatado una carrera de armamentos y que era eso lo que ponía a la humanidad ante el riesgo de una nueva guerra. Para alcanzar la paz había que lograr el desarme total. El rearme o era un problema técnico (la armas de destrucción masiva) o era una problema voluntarista: los halcones de Washington, el complejo militar-industrial, etc., que están interesados en el rearme. De ahí a exponer que todas las guerras eran iguales y, por tanto, que todas ellas eran malas, no había más que un paso, que también recorrieron los revisionistas.
Notas:
(1) Rostow: Los Estados Unidos en la palestra mundial, pgs.329-330.
(2) Enver Hoxha: «Carta abierta a los miembros del Partido Comunista de la Unión Soviética», en Discursos y artículos (1963-1964), Tirana, 1977, pg.262.
(3) Las tareas del proletariado en nuestra revolución.
Continúa.