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Casi todo el material publicado en este blog, ha sido extraido de ANTORCHA órgano de comunicación del Partido Comunista de España (reconstituido). Otros que pertenecen a otras fuentes, son siempre bién señaladas.
Son trabajos con una estupenda elaboración y se trata de publicitarlos lo máximo posible en estos tiempos que corren.
Son imprescindibles.
No he podido pedir autorización para la publicación de los mismos, pero estoy seguro de que contaría con ella sin duda alguna.
Salud y República Popular.

jueves, 29 de marzo de 2012

John Reed (1887 - 1920) - ( y II )


Sumario:
 — En la revolución de octubre
— Fundador del Partido Comunista de Estados Unidos
— Caza de brujas contra Reed
— En el II Congreso de la Internacional Comunista
— Obras de John Reed en castellano
 Digan lo que digan sobre el bolchevismo, es indiscutible que la revolución rusa es uno de los sucesos más grandiosos de la historia de la humanidad y el alzamiento de los bolcheviques es un fenómeno de importancia universal.
(Diez días que estremecieron al mundo)

En la revolución de octubre

Las noticias de la revolución rusa llegan en este preciso momento de la vida de Reed. Superó con dificultades los problemas administrativos y confirmó los medios económicos necesarios. Estuvo en Rusia entre setiembre de 1917 y febrero de 1918 viviendo, en el sentido pleno de la palabra, en el corazón de los acontecimientos. Sin perderse ningún acto importante, hablando con todos, Reed fue anotando sus impresiones en un cuaderno y más tarde pudo escribir su obra cumbre, Diez días que estremecieron al mundo, una auténtica obra maestra de periodismo revolucionario que durante algún tiempo fue manual escolar en Rusia.
El pensamiento de Reed evolucionó con la revolución. Deslumbrado por el extraordinario espectáculo de masas, distingue entre los primeros tiempos del régimen democrático, donde tanto la situación interior del país como la capacidad combativa de su ejército mejoró indudablemente, pese a la confusión propia de una gran revolución, que había dado inesperadamente la libertad a los ciento sesenta millones que formaban el pueblo más oprimido del mundo. No obstante, la ‘luna de miel’ duró poco. Las clases poseedoras querían una revolución política, que se limitase a despojar del poder al zar y entregárselo a ellas. Querían que Rusia fuese una república constitucional como Francia o Estados Unidos, o una monarquía constitucional, como Inglaterra. En cambio, las masas populares deseaban una auténtica democracia obrera y campesina. Para los socialistas, que se atenían al esquema de la revolución en dos etapas, una primera que tenía que ser burguesa y dirigida por la burguesía liberal y otra, que tendría lugar en otra época histórica y que sería de carácter socialista, y en su intervención se preocupaban más de respetar la dirección burguesa del proceso revolucionario abierto que de las tareas democráticas. Así pronto llegaron a decir que la revolución consta de dos actos: la destrucción del viejo régimen de vida y la construcción del nuevo. El primer acto se ha prolongado bastante. Hora es de pasar al segundo y hay que efectuarlo lo más rápido posible, pues un gran revolucionario decía: ‘Apresurémonos, amigos míos, a terminar la revolución. Quien hace la revolución demasiado larga no saborea sus frutos’.
Desde el primer momento, Reed se identifica con el pueblo revolucionario y con los bolcheviques. La burguesía

sobre todo la extranjera- [no puede] comprender las ideas que mueven a las masas rusas. Resulta muy difícil decir que no tienen sentido del patriotismo, el deber, el honor; que no se someten a la disciplina ni aprecian los privilegios de la democracia; que en suma son incapaces de gobernarse. Pero en Rusia todos estos atributos del Estado demócratico burgués han sido reemplazados por una nueva ideología.
Hay patriotismo, pero es la fidelidad a la hermandad internacional de la clase trabajadora; hay deber, y por él se muere alegremente, pero es el deber hacia la causa revolucionaria; hay honor, pero es una nueva especie de honor, basada en la dignidad de la vida humana y la felicidad y no en lo que una imaginaria aristocracia de sangre y riqueza ha decretado apto para sus ‘caballeros’; hay disciplina: disciplina revolucionaria [...] y las masas rusas se muestran capaces no sólo de gobernarse, sino de inventar toda una nueva forma de civilización.
Comprobó cómo la burguesía liberal temía más a la revolución y al pueblo que a ninguna otra cosa y cómo apoyó a Kornilov, y cómo las posiciones de los socialistas moderados se basaba en el apoyo a una clase social que se oponía a las libertades democráticas. Reed contempla el proceso revolucionario como algo natural:
Si me preguntaran qué considero lo más característico de la revolución rusa, diría: la vasta sencillez de sus procesos. Como la vida rusa que describen Tolstoi y Chejov, como el curso mismo de la historia rusa, la revolución parecía dotada de la paciente inevitabilidad de la savia que asciende en primavera, de las mareas oceánicas. La revolución francesa, en sus causas y su arquitectura, siempre me ha parecido esencialmente un asunto humano, criatura del intelecto, teatral; la revolución rusa, en cambio, es como una fuerza de la naturaleza.
Refiriéndose al carácter hablador de las masas durante 1789, afirmó que aquello no era nada comprado con 1917 donde las masas hablaban por los codos. En todas partes, entre la tropa, en la calle, en los teatros, en los actos, Reed encontraba el detalle, el comentario, que reflejaban la actitud de las distintas clases sociales, de las opuestas posiciones políticas. También describió con gran vigor a los principales actores, y a los hombres y mujeres anónimos que empujaron la rueda de la historia. Magistral en su retrato de Lenin:
Eran exactamente las 8'40 cuando una atronadora ola de aclamaciones y aplausos anunció la entrada de la presidencia y de Lenin -el gran Lenín- con ella. Era un hombre bajito y fornido, de gran calva y cabeza abombada sobre robusto cuello. Ojos pequeños, nariz grande, boca ancha y noble, mentón saliente, afeitado, pero ya asomaba la barbita tan conocida en el pasado y en el futuro. Traje bastante usado, pantalones un poco largos para su talla. Nada que recordase a un ídolo de las multitudes, sencillo, amado y respetado como tal vez lo hayan sido muy pocos dirigentes en la historia. Líder que gozaba de suma popularidad -y líder merced exclusivamente a su intelecto- ajeno a toda afectación, no se dejaba llevar por la corriente, firme, inflexible, sin apasionamientos efectistas, pero con una poderosa capacidad para explicar las ideas más complicadas con las palabras más sencillas y hacer un profundo análisis de la situación concreta en el que se conjugaba la sagaz flexibilidad y la mayor audacia intelectual.
Reed tuvo ocasión de comprobar personalmente la extrema modestia de Lenin, su aversión a toda mistificación, cuando con ocasión de uno de los Congresos de la Internacional Comunista, intentó, junto con otros congresistas, levantarlo y vitorearlo; Lenin se enfadó y los obligó a declinar el empeño. En su obra, estructurada como una obra dramática, no oculta su toma de posición. Este gesto fue entendido hasta por sus críticos y adversarios, porque comprendieron que en una obra histórica como en una obra de arte -y los Diez días son ambas cosas-, la sinceridad es más importante que la falsa objetividad. No oculta tampoco su admiración por los soviets en los que distingue una forma de democracia muy superior a la que conocía en su propio país. Tampoco esconde su admiración por los bolcheviques: Los bolcheviques -dice en el prólogo de su libro- a mi modo de ver, no son una fuerza destructora, sino el único partido en Rusia que posee un programa constructivo y con suficiente poder para llevarlo a la práctica. Si en aquel momento -en Octubre-, para mí no cabe la menor duda de que ya en diciembre los ejércitos de la Alemania imperial habrían entrado en Petrogrado y Moscú, Rusia habría caído de nuevo bajo el yugo de cualquier zar. En contra de los que los tachan de aventureros, afirma que la insurrección sí, fue una aventura y por cierto una de las aventuras más sorprendentes a que se ha arriesgado la más la humanidad, una aventura que irrumpió como una tempestad en la historia al frente de las masas trabajadoras y lo puso todo a una cara en aras de la satisfacción de sus inmediatas y grandes aspiraciones.
Para la edición norteamericana de la obra, Lenin escribió en 1919 el siguiente prólogo:
Después de leer con vivísimo interés y profunda atención el libro de John Reed Diez días que estremecieron al mundo, recomiendo esta obra con toda el alma a los obreros de todos los países. Yo quisiera ver este libro difundido en millones de ejemplares y traducido a todos los idiomas, pues ofrece una exposición veraz y escrita con extraordinaria viveza de acontecimientos de gran importancia para comprender lo que es la revolución proletaria, lo que es la dictadura del proletariado. Estas cuestiones son ampliamente discutidas en la actualidad, pero antes de aceptar o rechazar estas ideas es preciso comprender toda la trascendencia de la decisión que se toma. El libro de John Reed ayudará sin duda a esclarecer esta cuestión, que es el problema fundamental del movimiento obrero mundial.
Tras la muerte de Reed, Nadia Krupskaia, la mujer de Lenin, escribió el siguiente prólogo para la edición rusa:
‘Diez días que estremecieron al mundo’, así tituló John Reed su magnífico libro. En él se describen con extraordinaria brillantez y vigor los primeros días de la Revolución de Octubre. No es una simple relación de hechos ni una recopilación de documentos: es una serie de escenas vivas, tan típicas que cada uno de los participantes de la revolución recordará escenas análogas de las cuales fue testigo. Todos estos cuadros, tomados de la vida, transmiten mejor que nada el estado de ánimo de las masas, estado de ánimo sobre el fondo del cual se comprende mejor cada acto de la Gran Revolución. Parece raro a primera vista cómo pudo escribir este libro un extranjero un norteamericano que no conocía la lengua del pueblo ni sus costumbres [...] Aparentemente debería incurrir a cada paso en cómicos errores. deberían pasársele muchas cosas esenciales.
Los extranjeros escriben de otra manera acerca de la Rusia Soviética. O no comprenden en absoluto los acontecimientos consumados o toman hechos aislados, no siempre típicos, y los generalizan.
Cierto, fueron poquísimos los testigos de la revolución. John Reed no fue un observador indiferente, era un apasionado revolucionario, un comunista que comprendía el sentido de los acontecimientos, el sentido de la gran lucha. Esta comprensión le dio la perspicacia sin la cual no se habría podido escribir un libro así.
Los rusos también escriben de otro modo acerca de la Revolución de Octubre: la enjuician o describen los episodios en que han tomado parte. El libro de Reed ofrece un cuadro general de una auténtica revolución de las masas populares y por eso tendrá gran importancia, particularmente para la juventud, para las futuras generaciones, para aquellos que considerarán la Revolución de Octubre va como historia. El libro de Reed es, en cierto modo, una epopeya.
Algunos de los momentos culminantes de la revolución quedaron inmortalizados en su obra, como la votación a favor de la paz que consiguió, tras un tenso debate, la unanimidad. Reed escribe:
Un impulso inesperado y espontáneo nos levantó a todos de pie y nuestra unanimidad se tradujo en los acordes armoniosos y emocionantes de La Internacional. Un soldado viejo y canoso lloraba como un niño. Alejandra Kolontai se limpió a hurtadillas una lágrima. El potente himno inundó la sala, atravesó ventanas y puertas y voló al cielo sereno. ¡Es el fin de la guerra! ¡Es el fin de la guerra! decía sonriendo alegremente mi vecino, un joven obrero. Cuando terminamos de cantar La Internacional y guardábamos un embarazoso silencio, una voz gritó desde las filas traseras: ‘¡Compañeros! ¡Recordemos a los que cayeron por la libertad!’ Y entonamos la Marcha Fúnebre, lenta y melancólica que es también un canto triunfal, profundamente ruso y conmovedor. Porque La Internacional, al fin y al cabo, es un himno creado en otro país. La Marcha Fúnebre ponía al desnudo todo el alma de las masas oprimidas, cuyos delegados estaban reunidos en aquella sala, construyendo con sus vagas visiones la nueva Rusia y tal vez algo más grande.
El internacionalismo era algo que formaba parte inseparable de la revolución rusa. Había que construir el socialismo en un país atrasado, de mayoría campesina y destrozado por la guerra, cercado internacionalmente. De ahí que, cuando todavía no había concluido totalmente la guerra civil, los bolcheviques pusieron en marcha su idea la III Internacional, idea que habían alimentado junto con otros internacionalistas desde 1914. Uno de los primeros delegados naturales de esta idea fue John Reed. Como la embajada norteamericana le ponía toda clase de inconvenientes para volver a su país, fue nombrado cónsul de la República Rusa en Nueva York, pero no fue necesario. Pudo llegar -tras ser detenido en Cristiana- a Manhattan el 28 de abril de 1918. Desde entonces puso todo su empeño en contrarrestar la campaña antibolchevique. La gran prensa y los grandes intereses, hablaban de todo lo que suele hablar la reacción cuando se trata de acontecimientos revolucionarios: les atribuye falsamente todos los crímenes que el terror blanco suele cometer, asesinatos en masa, violaciones, destrucción de ciudades...

Fundador del Partido Comunista de Estados Unidos

Reed volvió a multiplicar sus actividades, escribiendo artículos y hablando en conferencias. En octubre de 1918 escribe varios de sus mejores artículos en El Libertador, una revista nortemericana de carácter revolucionario, fundó y dirigió La voz del trabajo, y participó también en las redacciones de La edad revolucionaria y El comunista. Por aquel entonces visitó a Gene Debs, el noble dirigente del movimiento obrero norteamericano. Éste se encontraba ya bastante viejo, pero le expresó a Reed todo su apoyo a la revolución. La antorcha había cambiado de manos. Reed había pasado a ser un dirigente revolucionario, y se convirtió en uno de los objetivos de la policía. La represión que se abatió contra los progresistas y los wobblies fueron otra vez severamente juzgados, y hasta el viejo Debs volvió a ser condenado a diez años de prisión por sus declaraciones internacionalistas. La burguesía comenzó a temer una tentativa revolucionaría, sobre todo cuando tras la guerra, Europa conoció grandes jornadas revolucionarias; en Estados Unidos tuvo lugar la primera huelga general de su historia y llegaron a aparecer tentativas soviéticas en Portland.
Al igual que ocurrió en otros sitios, en Estados Unidos el comunismo nació dividido en dos partidos porque, aunque hasta aquel momento Reed había sido hostil hacia el partido socialista, al que consideraba reformista, se volvió hacia él, tratando de cambiarlo desde dentro. El partido había ganado un fuerte apoyo electoral como consecuencia del agitado período y por las esperanzas suscitadas por la revolución rusa. Sin embargo, Reed criticó a la fracción procomunista que prescindió de dar la batalla en el interior de la socialdemocracia, por lo que pronto se convirtió en la principal figura del ala izquierda de ésta, donde trabajó por convertir al Partido Soscialista en la vanguardia de la clase trabajadora.
Abogó por una nueva formación política ligada a la Internacional Comunista, producto de la unión entre los mejores socialistas y los wobblies. Explicó cómo los bolcheviques, que eran una secta a principios de 1917 habían logrado protagonizar y culminar un proceso revolucionario.
Sin embargo, Reed no pudo triunfar porque era imposible cambiar al viejo partido desde dentro. Dos factores de gran importancia lo impidieron: el primero fue la descomunal represión que destrozó federaciones enteras de un partido que no estaba acostumbrado a soportar tamañas embestidas, y el segundo fue el propio aparato del partido, la fracción reaccionaria que no titubeó en desmontar federaciones enteras, en expulsar a dirigentes significativos para conseguir una mayoría que de otra manera no hubiera conseguido.
En desacuerdo con los primeros fundadores, Reed proclamó el Partido Comunista Obrero, que se desarrolló en solitario y que trató de aplicar las líneas maestras del bolchevismo a la psicología de la clase obrera norteamericana. Más tarde, gracias a la Internacional Comunista, los dos partidos se unificaron en uno solo.

Caza de brujas contra Reed

Cuando una comisión del Senado se dedicó a hacer un informe contra el bolchevismo basándose en las más absurdas patrañas, Reed y Louise Bryant, que había estado con él en Rusia y que escribió otro libro sobre el tema, Seis meses en la Rusia roja, se aprestaron voluntariamente a declarar. El clima creado por los senadores era tal que Louise explotó y les dijo: Parece que me están juzgando por brujería. Reed compareció la tarde siguiente, en medio de una tempestad periodística de calumnias, falsedades e intoxicaciones, por lo demás característica de la prensa estadounidense desde entonces. La democracia burguesa, declaró ante el Senado, no es más que una democracia superficial donde el verdadero poder está en manos de los grandes intereses que manipulan a su antojo la vida electoral, y llamó a los trabajadores a abandonar sus ilusiones en un sistema que los explotaba. La misión de los comunistas era demostrar que la democracia política es una farsa. Sabiendo lo duro que significaba para sus compatriotas el término dictadura del proletariado, habló de los terribles dolores de parto que traería al mundo la comunidad socialista.
En todos sus escritos políticos Reed mostró una especial sensibilidad por el arte y por el papel de los artistas en la revolución. Creía que en la nueva sociedad, los artistas pasarían a ser honrados y apoyados y los productos de su genio serían propiedad de todo el mundo. Cuando volvió a Rusia, una de las cosas que más le impresionó fue el extraordinario desarrollo de la actividad cultural y artística en un país asolado por los desastres.

En el II Congreso de la Internacional Comunista

A finales de 1919 volvió de nuevo a Rusia y encontró que las condiciones se habían endurecido extremadamente: entre 1919 y 1920 murieron cerca de nueve millones de personas por la guerra civil y el cerco imperialista. Se entrevistó con Lenin y conoció a Maiakovski. Pero sobre todo viajó por el país con credenciales del Partido bolchevique en las condiciones más arriesgadas y difíciles, entrevistando a campesinos y mineros, compartiendo el frío, el hambre y la miseria de la población, enfundado en su largo abrigo y gorro de piel. Ninguno de los extranjeros que llegaron a Rusia en esos primeros años vió y conoció tanto sobre las condiciones de vida del pueblo durante ese verano y primavera de 1920. Sensible a toda forma de iniquidad e injusticia, regresaban de sus viajes con relatos que partían el alma del oyente.
Con los obreros y campesinos hablaba como representante del comunismo de su país y fue nombrado miembro del Comité Ejecutivo de la III Internacional.
Cuando intentaba retornar a Estados Unidos fue detenido en Helsinki con un minúsculo cargamento de diamantes con los que la Internacional quería ayudar al incipiente comunismo americano. Detenido y confinado en una lóbrega mazmorra, Reed cayó gravemente enfermo. Sus eternos enemigos, los funcionarios de las embajadas americanas que ya le habían puesto obstáculos en otros viajes suyos, hicieron todo lo posible para evitar que pudiera regresar a su tierra. Tuvo que volver a Rusia donde participó activamente en el II Congreso de la Internacional Comunista como delegado norteamericano.
Al Congreso aportó Reed una tesis sobre la opresión racial de los negros, que suponía uno de los primeros textos marxistas sobre la cuestión. Cuando se trató la cuestión sindical y la mayoría argumentó a favor de trabajar en el seno de los sindicatos reformistas en contra de la minoría que era o bien antisindicalista o bien defendían la creación de sindicatos revolucionarios independientes, Reed se sintió afectado exclusivamente en lo que se refería al trabajo en el seno de la AFL. Desde siempre había admirado a la IWW y despreciado el sindicalismo ultrarreformista de la AFL. Su polémica al respecto con Radek y Zinoviev fue agria y desagradable, pero finalmente aceptó el criterio mayoritario.
También intervino en el Congreso de los Pueblos Oprimidos en Bakú, donde asistieron un importante grupo de nacionalistas de países colonizados. Disconforme con la posición demagógica de Zinoviev que trató de diluir las diferencias políticas existentes, Reed habló sobre lo que significaba Estados Unidos dentro de la cadena imperialista y del papel que tendrían que jugar los comunistas desde dentro de las entrañas del monstruo.
Cuando Louise lo encuentra al regresar de Bakú en el mes de setiembre, era ya un moribundo. Los médicos diagnosticaron una fuerte gripe, pero después no dudaron que se trataba de tifus. El día 17 de setiembre, con sólo 32 años, falleció y el 23 fue enterrado en medio de grandes honores. Dirigentes bolcheviques como Nicolás Bujarin y Alejandra Kolontai pronunciaron sendos discursos en su honor. Fue enterrado en las murallas del Kremlin como un héroe de la revolución de octubre, porque como escribió Nadia Krupskaia en el prólogo a la traducción rusa de Diez días que estremecieron al mundo:
John Reed se unió por entero a la revolución rusa. Amaba y quería a la Rusia Soviética. En ella sucumbió del tifus y está sepultado al pie de la Muralla Roja. Quien describió el sepelio de los caldos de la revolución, como lo hizo John Reed, es digno de este honor.
La imagen de Reed, un personaje de la cultura y la política norteamericana identificado con la revolución rusa, ha sido una espina clavada en el corazón del imperialismo norteamericano. Fue uno de los grandes comunistas de su tiempo, una de las cumbres del periodismo revolucionario, y como tal, su nombre puede inscribirse entre aquellos que lucharon por el comunismo con toda su gigantesca alma, hasta el final de sus días.

Obras de John Reed en castellano:

— El libro Diez días que estremecieron al mundo fue reeditado en 2001 por Ediciones Hiru de San Sebastián, pero también se puede obtener en la Editorial Porrúa de México, en la Editorial Akal de Madrid y en la Editorial Txalaparta, 2005
México insurgente, Sarpe, Madrid, 1985; pero también se puede obtener en la Editorial Ariel, Madrid, 1971, en la Editorial Txalaparta, 2005, y en México en la Editorial Porrúa y en Ediciones de Cultura Popular, 1974
Relatos de John Reed, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1978
La guerra en europa oriental, Ediciones Curso, Barcelona, 1998 y Editorial Txalaparta, 2005
Estampas revolucionarias, Editorial Hacer, Barcelona, 1982
Hija de la revolución y otras narraciones, Fondo de Cultura Económica, México 1972 y Editorial Txalaparta, 2005
Hija de la revolución, Ediciones Hoy, 1931 y Editorial Txalaparta, 2005
— Robert A. Rosentone: John Reed. Un revolucionario romántico, Era, México, 1979.

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